La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

martes, 14 de enero de 2014

El figurante de EDUCARDO MORENO ALARCÓN



            Todo ha sucedido muy deprisa. La toma en que luchabas a vida o muerte con el grupo de seres sanguinarios ha sido perfecta. Pero ahora, al incorporarte, tu aliento se ha vuelto nauseabundo y el paladar te sabe a hiel. Debes estar agotado tras un largo día de rodaje. El caso es que por tus venas parece propagarse una especie de vigor inusitado y, al tiempo, vas notando como crece un apremiante deseo de echarte algo a la boca. Sin embargo, esta extraña mezcla de hambre y sed te resulta del todo desconocida.
Una nueva toma. Es hora de actuar…

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Apurabas tu cuarta copa cuando, bruscamente, sonó el móvil. Era más de medianoche y fuera soplaba un vendaval de mil demonios. Durante unos segundos que parecieron congelados en el tiempo tus ojos siguieron el destello intermitente en la pantalla, imantados por su danza electrizante. El aparato gruñó con estridencia y, muy despacio, comenzó a reptar sobre la superficie de la mesa desplazándose centímetro a centímetro, sin una dirección preestablecida, como dotado de una inquietante autonomía.
            El nombre de tu agente pestañeando con tenaz obstinación te decidió —no sin antes vencer una pereza infinita— a descolgar. Eso, y los ocho mensajes registrados en el buzón de voz el día anterior. Después de todo, de vez en cuando, él aún se interesaba por ti. Por lo que quedaba de ti.
            —¿Qué hay, Robert? —apenas reconoces ese timbre cavernoso que brota de tus labios.
            —¿Se puede saber por qué coño no cogías el puto teléfono, Edgar? ¡Estoy hasta los huevos de tus gilipolleces!
            La queja te suena distante, extrañamente metálica. Puede que sea un efecto combinado del alcohol y los fármacos que tomas sin medida hace ya tiempo, o simplemente puede que el móvil no se recuperara de tu último arrebato de cólera.
Es curioso cómo alguien puede llegar a perder la costumbre, incluso la necesidad, de tener contacto con los demás. Pero hubo una época, no hace tanto de aquello —sonríes con desprecio al evocarlo—, en que tu vida giraba justo en la dirección opuesta. En que todo cuanto la sociedad considera sinónimo de triunfo formaba parte de tu vida cotidiana: dinero, fama, una mujer preciosa, dos hijos, un físico atractivo, una agenda repleta de proyectos más o menos comerciales, y un teléfono que por aquel entonces no cesaba de sonar…
«Quienes ahora te encumbran son tus dueños; a ésos más que a nadie has de temer. Un día te levantarás y puede que dejes de oír ruido alrededor. No te gustará, pero al menos sabrás que ese silencio es real».  
¿Cuántas veces ha sonado en tu cerebro, palabra por palabra, aquella arenga tan profética y funesta? Lástima que Paul, aquel viejo actor de segunda fila, aquel flaco poeta del que ya nadie se acuerda, esté ahora bajo tierra.
—Escucha, Edgar. Tienes que ver esto; es un guión cojonudo, una ocasión así pocas veces se presenta, créeme…
Contra tu impulso natural, dejas que Robert se explaye, que te aclare los detalles del papel que, cuando menos lo esperabas, alguien se arriesga a ofrecerte. Incluso en tu abandono abúlico, el nombre de ese talentoso director —un genio de insultante juventud y fulgurante porvenir, llamado a hacer historia—, te empuja sin querer a incorporarte.
En el fondo te halagó que una persona tan brillante decidiera sumergirse en el submundo y rescatarte de sus míseras cloacas.

Al día siguiente Robert te trajo el guión a casa.
Lo devoraste de una sentada. Con mucho, lo mejor que habías leído en años. Fugazmente ensombrece tu cara un mohín de disgusto al evocar, por contraste, las infames comedias románticas que caían en tus manos hace años, y que estabas obligado por contrato a interpretar: muchos beneficios y una pésima actuación. Una mierda tras otra. Pero esto es diferente. El niño prodigio, ese pequeño cabrón miope e hiperactivo ha escrito una adaptación del clásico de Matheson realmente memorable. Y lo ha hecho con la maestría de un autor consumado, con un estilo impecable, con una fuerza arrolladora, respetando al máximo la tensión de la obra original. Pudiendo elegir al que quisiera, de todos los actores disponibles, ese geniecillo te eligió precisamente a ti para interpretar al científico Robert Neville.
Es tu gran oportunidad para volver a sentirte actor, pero, sobre todo, persona. Un clavo ardiendo al que agarrarse; un trabajo que, si todo sale bien, te ayudará a rehabilitarte y recuperar el contacto con tus hijos, a poder visitarlos de cuando en cuando.
Te sumiste por entero en construir un personaje legendario, trabajando cada una de las variables psicológicas para meterte de lleno en su piel: soledad, aislamiento, rabia, dolor, desconcierto… Un retrato de tus propias miserias y, a la vez, de aquello que tú nunca fuiste, pues, a diferencia de ti, Neville es un hombre inteligente, no se rinde fácilmente, es metódico en su lucha, se enfrenta con coraje al desaliento y al horror que acecha fuera tan pronto cae la noche…

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El horror se abate en oleadas contra el frontis de la casa revelando una barrera entre las sombras y la luz; la lucha encarnizada entre los seres del averno y el último superviviente de una sociedad víctima de su propia ambición. Cientos de extras, aterradoramente maquillados, recrean una escena angustiosa mientras clavan sus pupilas de ultratumba —las lentillas de un intenso color rojo— en su presa, en tu exhausto y abatido personaje.
Están a punto de echar abajo la puerta. Finalmente, algunos se cuelan a través de una ventana en el piso superior. Sigue la escena de la lucha que tanto has ensayado en tu afán por lograr un héroe verosímil.
Un picor de fuego se extiende, de repente, por tu brazo malherido. Fuego que al punto se torna frío helado. Un rasguño, seguramente producido en la refriega con las criaturas-figurantes. Te incorporas poco a poco, con ese peculiar sabor amargo infectándote la boca y un raro cosquilleo en tus dientes incisivos.
Llega el momento de una nueva toma.
No es hambre lo que sientes. Es sed. Una sed voraz, ardiente, perentoria.  Sed de sangre humana.
—¡Acción! —ordena el director.
La película está a punto de dar un giro totalmente inesperado.


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