La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

martes, 15 de abril de 2014

La cruz del nigromante, por EDUARDO MORENO ALARCÓN.



1
            La figura cobró forma paulatina en la distancia, ondeante el estandarte sobre un cielo anaranjado. Los cascos del caballo levantaron, a su paso, una etérea polvareda. Tras advertir la arribada del jinete, Ibn Mumin —el eunuco, custodio del castillo— hizo una señal; al punto, la alcazaba del monarca quedó franca al caballero. Gruñeron las dos hojas del portón, encajadas bajo el arco de herradura, y el recién llegado ingresó, luego de atar su cabalgadura y sortear el laberíntico seno del fortín, en la pieza más íntima del rey musulmán.
As-Salam Aleykoum. Que Alá, en su infinita bondad, te muestre el camino de la fe verdadera. ¿Qué nuevas traes de las fronteras?
            El visitante inclinó sutilmente la cabeza, a modo de reverencia, y en su voz se hizo patente un inquieto enojo:
            —Mi Señor Al-Muqtadir. Las huestes enemigas progresan al otro lado del Cinca. La conjura de la Cruz se hace más fuerte cada día: Fantova y Torreciudad apenas soportan los embates cristianos; dos días ha, Benabarre cayó en manos del vizconde de Tost Arnal Mir, aliado del rey aragonés. Debemos contraatacar, reunir nuestro ejército y enviarlo a la batalla sin la menor dilación. No debimos subestimar al hijo del rey Sancho.
            Centelleó la ira en los ojos almendrados del rey taifa; los pliegues de su rostro aceitunado se fruncieron con un rictus de disgusto.
—Tus palabras se hunden en mi pecho como dagas, hijo de Fernando. Si lo que dices es cierto, y Ramiro se apodera de Barbastro, los infieles lanzarán su acometida contra el mismo corazón de mis dominios. ¡Hemos de impedir a toda costa que esas hienas tomen Graus! ¡Ten presta tu mesnada, príncipe! Al alba, mis huestes se unirán a tus guerreros en el paso de Grustán. ¡Cabalga! ¡Y que la mano de Alá blanda tu espada!
Abandonaba el aposento el caballero cuando, a su espalda, tronó el aviso resonante del feroz Al-Muqtadir:
—¡Recuerda, Gonzalo, ¡no ha lugar a la piedad con los siervos de Roma!

2
            Ramiro I, el hijo del rey Sancho de Navarra, fue muerto a las puertas de Graus a manos del árabe Sadaro, cuya astucia y buen disfraz lo trocaron en supuesto defensor del cristianismo. Signado por los dioses como primer rey del incipiente Reino de Aragón, antes Condado, la caída de Ramiro precipitó al ejército cristiano a una derrota inopinada y dolorosa. Como flor segada por el tallo, sin agua ni alimento, así quedó yerto su noble corazón, marchito el pálpito de aquellos que luchaban a su lado. Cruento final, una lanza le atravesó el cráneo de medio a medio, esparciendo un amasijo de sesos y sangre negreada sobre el campo de batalla.
            Desde aquel funesto descalabro, no hubo un solo día en que el heredero a la corona aragonesa, Sancho Ramírez, no urdiera en su mente ofuscada la más cruel de las venganzas.
            Embebido en tales cuitas, el monarca concibió los planes más osados y terribles. A resultas, decenas de heraldos fueron enviados al norte, más allá de las montañas, con misiones tan veladas que nadie, salvo ellos, conocía. Goteo destilado de aviesas intenciones, uno a uno los mensajeros regresaron a la entraña de San Juan de la Peña, al amparo de la roca formidable. Merced a aquellas confidencias que hicieron temblar a los monjes del monasterio-abadía, el vengativo rey no dudó en recurrir a las artes de Ermengol de Mazamet, taumaturgo emparentado con la estirpe Capétiens —y, por tanto, protegido de las garras del papado—, cuyo saber en el campo de las Ciencias Ocultas, según se hicieron eco los leales emisarios, no tenía parangón allende de los Pirineos. La erudición del alquimista y, sobre todo, sus temidos procedimientos superaban con mucho la potencia combinada de las armas y la fe.
El sabio hechicero, que hablaba y escribía varias lenguas (entre ellas la romance), quedó muy complacido ante la instancia del monarca requiriendo sus servicios en favor de la contienda contra el bando musulmán. Sancho Ramírez, impresa la crueldad en sus pupilas de acero, rumiaba día y noche su obsesión, y estaba dispuesto a todo. Y así, ofreció al franco cuantos medios y recursos estuvieran a su alcance con tal de ver saciada su sed de revancha. Ermengol, por su parte, sonrió sin tapujos mostrando unos colmillos lobunos —manantial inagotable de rumores—, al tiempo que sus labios se arqueaban con un rictus de malicia espeluznante.
—Antes de las nieves, la Taifa de Zaragoza será vuestra, mi Señor.

3
Las habladurías, veladas hasta entonces, cobraron bruscamente visos de realismo la tarde en que arribó al monasterio un carruaje cuyo único viajero, el lúgubre y enjuto nigromante, desató el pavor entre los monjes tan pronto echó pie a tierra, de tal suerte que la paz en la oración benedictina y su beatífica labor comunitaria sufrieron una honda conmoción, nublado aquel sosiego espiritual ante el cúmulo de intrigas vespertinas, de idas y venidas por los bosques en busca de hongos y especies rupícolas, de aullidos de ultratumba que arruinaban su descanso y sus plegarias. Alarmado por el tinte sacrílego de tales prácticas, el obispo Galindo congregó al séquito episcopal en pleno y partió desde San Pedro de Siresa, al norte del reino, con el propósito de mudar la decisión del soberano y expulsar sin miramientos al demonio infiltrado en sus confines.
Pero Sancho, obstinado en su ceguera biliosa, no trocó su decreto, y, a las pocas semanas, partió con sus milicias a la guerra contra el moro Al-Muqtadir.

Durante siglos, las crónicas de la batalla de Graus fueron silenciadas por la Iglesia. Ningún escribano osó contar aquellos hechos espantosos. El rastro de Ermengol quedó enterrado en el olvido y las huellas de su lucha en la cruzada perecieron bajo el manto del enigma y el misterio.
Hasta que un buen día, un monje que paseaba por la cima de San Voto, en la roca que corona San Juan de la Peña, tropezó con un saliente que emergía del terreno. Lo que en principio tomó como el canto de una piedra, resultó ser la cabeza metálica de una cruz soterrada. Al excavar, con ayuda de otros frailes, quedó al descubierto, igualmente sepultado, un oscuro manuscrito forrado en piel de cabra.
Con trazo agitado, en las hojas del añoso pergamino el anónimo cronista relataba aquel pasaje de la Historia largo tiempo amordazado. Un fragmento, en concreto, estremeció al propio abad al intuir las razones que impulsaron al completo ocultamiento del hológrafo y la cruz. Decía así:
«…las hordas musulmanas se aprestaban ya al combate. Entonces, aquél al que llamaban «el aliado del Diablo» bajó de su caballo y, portando como única defensa una espada afiladísima, se puso a la cabeza del ejército de Sancho. De pie, en primera línea, sin inmutarse ni pestañear, el franco desafió al rey musulmán con frases que sonaron con estrépito de trueno: súbitamente, el cielo se coloreó de sangre y un coro de graznidos abisales resonó por doquier con mil ecos. Al instante emergieron miríadas de aves necrófagas lanzándose en picado hacia las tropas enemigas; acto seguido, trotando en oleadas, una jauría de bestias peludas cruzó nuestros flancos y se abalanzó con saña inmunda sobre las líneas sarracenas. Antes de franquear las puertas de la muerte, el rey Al-Muqtadir espoleó a su corcel y, preso de una furia homicida, embistió al hechicero con su lanza. A los ojos de Nuestro Señor Jesucristo, Ermengol de Mazamet —a tal nombre respondía— debería haber muerto desangrado. ¡Mas, vive Dios, por obra del mismísimo Satán, no aconteció tal cosa!
Ese turbio amanecer ningún cristiano entró en liza: no fue necesario. El brujo, el demonio en persona y su cohorte de criaturas infernales masacraron sin piedad a cuantos adversarios encontraron a su paso.

Tras victoria tan insólita e impía, Ermengot donó su espada al rey Sancho Ramírez, subió a la montura y, a trote raudo, se esfumó en el horizonte escoltado por la turba de rapaces y criaturas. El rey de Aragón consagró el resto de sus días a la fe en el Altísimo. Entre sus últimas voluntades, decretó fundir el arma que Ermengol le entregara y convertirla, merced al buen hacer de los herreros, en una cruz cristiana. Por mor de esta ordenanza, la espada del Infierno fue trocada en símbolo de Cristo.» 

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