La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

lunes, 14 de septiembre de 2015

Estación: Calle Real. Purullena, por ANTONIO MORILLAS JIMÉNEZ.


Desde los días anteriores al viaje una especie de temblor  de origen benigno me sacudía el cuerpo ante la cercanía del regreso, aunque, en los viajes entre el lugar donde resido y el que nací, las palabras ida y vuelta no tenían, no tienen, el significado que se les da tradicionalmente. Ir desde Getafe a Purullena es volver; cuando regreso a Getafe, es un viaje de ida porque queda pendiente, siempre, otro regreso.  Y así será hasta el regreso definitivo, ese en el que no existirá la posibilidad de irse de nuevo.
Preparaba la maleta desde días antes, la ropa imprescindible, algún libro, el cuaderno donde reunía mis desengaños amorosos en forma de poemas y al que deseaba poner fin durante este viaje para iniciar un nuevo capítulo de signo distinto.
El 30 de diciembre el despertador sonaba, como cada día, a las 6:30, pero ese día saltaba de la cama como un resorte, no había tiempo que perder, era como si corriendo acelerase las agujas del reloj para que llegasen antes las 22:05, hora en que tenía prevista la salida el tren que hacía el trayecto Madrid-Almería, con parada en Guadix.
Por la mañana salía de casa cargado con la maleta, para no perder tiempo por la tarde en otros viajes que pudieran entorpecer el viaje principal. Mi jefe, cuando veía la maleta al lado de mi mesa de trabajo, me sometía a un tercer grado: “¿Por qué vas tanto a tu pueblo, es que tienes novia allí?” Hay una niña que me gusta. “¿Y a qué se dedica?” Estudia. “¿Y qué estudia?” Bachiller. “Y tú que no has sido capaz de terminarlo… Como te cases con una que sepa más que tú, te tiene dominao toda la vida…” Pensaba que solo el amor podía hacer que un muchacho joven tuviese tanta querencia por su tierra y en ese momento quizás no andaba muy descaminado, pero no era solo eso, era mucho más.
Cuando a las 17:30 salía de trabajar, pasaba el rato deambulando por el barrio de la Prospe, y pensando que me quedaban horas para cambiar los olores de ciudad por los que me esperaban en el pueblo. Con tiempo suficiente me marchaba directamente a Atocha a esperar la hora de partir. En Atocha tocaba esperar. Me sentaba en la vieja terminal, hoy convertida en jardín apócrifo, y observaba el trasiego de personas, las idas y venidas de los que, a esas horas, ya regresaban del trabajo o iban a él, o hacían transbordo para proseguir el viaje, o llegaban después de un tortuoso viaje desde Cádiz...
Yo miraba la cara impasible de la gente y me decía: estos no tienen ni idea de que me voy a mi pueblo, a recuperar a mis amigos, a embriagarme con el suave acento de sus palabras, a llenar mis ojos de álamos y cerros de arcilla, a regar mi invierno con el agua de los manantiales que bajan de la sierra nevá, y cuyo fondo blanco blanquearía mi alma. No, ellos no sabían que yo estaba a punto de iniciar el viaje de ida a mi pasado. Después regresaría a la realidad que me daba de comer, esa absurda necesidad del ser humano por la que, tiempo atrás, nos expulsaron de nuestra tierra.
Una vez que el tren abría sus puertas, subía con la emoción en forma de nudo en el estómago, buscaba mi departamento en segunda clase, colocaba la exigua maleta y me sentaba a esperar, aunque aún quedaba una hora para la partida, un suspiro porque para mí el viaje había empezado el día anterior, o quizás mucho antes, desde el último regreso. Nunca quise viajar en litera porque pensaba que me dormiría y llegaría hasta el final del trayecto, Almería, con la pérdida de tiempo que significaría, y tampoco me fiaba del revisor; pensaba que si todo el vagón le encargaba que le avisara en tal o cual punto el pobre hombre no daría abasto y a alguno no le llegaría el aviso. (Por cierto, ahora que caigo: jamás vi a nadie del género femenino en un tren con el uniforme de RENFE. Hace tanto tiempo que, en aquella época oscura, trabajar en los trenes sería un trabajo de hombres). 
Según se acercaba la hora de la partida, crecían las prisas de viajeros y acompañantes, las discusiones: "Oiga, está usted sentado en mi sitio". Este es el mío. "¿No es el número 84?" Sí. "Pues el mío". ¿Qué vagón tiene? "El 5". Pues este es el 4. "Tampoco es para ponerse así, oiga". Vale. Otras veces las discusiones eran por el número de bultos de alguien que parecía transportar la casa entera y que ocupaba su lugar y el de los demás: "No se preocupen, luego los coloco mejor", decía mirando alrededor y a modo de disculpa. ¿Cómo? Era imposible colocar tanto bulto en la parte proporcional que le correspondía. Después, el sujeto tenía que salirse al pasillo para colocar en su asiento todos los bultos que transportaba, pero…
El siguiente paso era ver quién te tocaba de compañero de asiento, y en ese aspecto la suerte era diversa: hubo años en los que te tocaba un abuelo que roncaba como un descosido, y que encontraba más apropiado para apoyar su blanca cabecita tu hombro que el reposacabezas de serie, y tenías que pasar la noche, bien dejándole dormir plácidamente, o haciendo de vez en cuando un ligero movimiento de hombro para despertarle con el consiguiente: “Uy, perdona, me he quedado traspuesto…” Pero como le había cogido gusto, volvía a las andadas hasta que me daba por vencido y le dejaba, pero solo hasta que empezaba a roncar. Otras veces ocurría que la acompañante era una mujer, joven o madurita, que, al caer en brazos de Morfeo, caía rendida en mi hombro y yo, caballeroso, la dejaba dormir plácidamente.
En esas noches de viaje en segunda clase se establecían relaciones de lo más variadas, aunque yo, en aquella época de juventud, era más bien tímido y de poco hablar, pero siempre había alguien que te contaba su vida, lo mucho que le costaba conciliar el sueño, se hartaba de darte consejos que no habías pedido para el futuro, y todo, decía, para hacer más llevadero el viaje, hasta que te cansabas, dabas un toquecito al viejo que tenía apoyada la cabeza en tu hombro, y le decías que ibas a buscar el vagón cafetería para tomarte una cerveza y fumarte un cigarro. Todo mentira, pero así te librabas un rato del plasta orador impenitente.
A mí me costaba conciliar el sueño pero aguantaba, kilómetro más o menos, hasta los llanos de la Mancha, Alcázar de San Juan, lugar en el que el tren hacía una parada larga que aprovechábamos para estirar las piernas, echar un cigarro a la intemperie, o en la cantina de la estación dónde se agolpaban los viajeros poco previsores en busca de tabaco, agua o una chocolatina para el niño. Cuando sonaba el pitido que avisaba de la salida, los viajeros en el andén parecían los soldados de un ejército en desbandada, cada uno en busca de su trinchera. Después de esa parada siempre dormía un rato, tranquilo, porque ya mis convecinos conocían el lugar de mi destino y, en caso de quedarme dormido, ellos me avisarían. Pero no hacía falta. Yo vivía en estado de excitación durante todo el trayecto y hasta en sueños estaba alerta.
La siguiente parada era después de pasar Despeñaperros, Linares-Baeza, donde el tren se dividía en dos: unos vagones irían hacía Almería y otros hacia Granada. Las pulsaciones subían al respirar el aire de Andalucía porque cada vez estaba más cerca de mi destino. A partir de ahí, se me hacía difícil estar quieto en mi asiento, salía al pasillo, la mayoría de las veces lleno de gentes que tenía el mismo mal que yo o de otros que no tenían billete con asiento y andaban sentados en el bolso o aguantando de pie las continuas idas y venidas de los culo-inquieto que deambulaban de un sitio para otro sin pausa.
En Moreda ya bajaba la maleta y la sacaba al pasillo, encendía un cigarro y me dirigía hacia la puerta para ser el primero en pisar tierra accitana. Ya soñaba despierto con el paisaje que en breves instantes divisarían mis ojos desde el taxi que me llevaría a Purullena.
Todavía no había amanecido cuando llegaba a Guadix y en la estación algunas personas esperaban a sus familiares. Yo los miraba, soñoliento, y les envidiaba porque a mí me tocaba coger un taxi, no me esperaba nadie. Cuando salíamos a la carretera de Baza, dirección Granada, y enfilábamos la cuesta abajo, el fondo de la Catedral a la que coronaba, como una nube blanca, Sierra Nevada, me hacía padecer un ataque de nostalgia y maldecir al destino que me llevó lejos del primer paisaje que vieron mis ojos. A pesar de la noche casi en blanco, estaba bien despierto, mirando para todos lados, ensimismado, contestando con monosílabos las preguntas del taxista, mientras me acercaba a Purullena.
Cuando bajábamos la cuesta de las Angosturas y volvía a ver el Cerro de la Virgen, tenía que hacer un esfuerzo para contener las lágrimas. Había regresado, una vez más, a mi calle Real, donde mi tía Toñica me esperaba, con la ventana de la cocina entorná para escuchar la llegada del coche y abrirme sin demora la puerta de su hospitalaria casa. Después del saludo fraternal, las preguntas de rigor: “¿Cómo se han queao tos? Bien, están todos bien. ¿Traes mucho permiso?” “¿Has hecho bien el viaje?” Muy bien. “Pero no habrás dormido, porque en los trenes no se puede dormir, así que, pasa, que te tengo preparado un cafelillo caliente y una copilla aguardiente, del de los hombres, con un rosquillo de vino, y después te metes en la cama que está calentica, que hace rato le he puesto la bolsa de agua caliente. Y a descansar que mañana será otro día…” Y yo obedecía al mandato acogedor de mi querida tía, pero le decía que me despertara antes de las once porque tenía muchas ganas de ver a mi gente y no había tiempo que perder.
Tenía toda una semana por delante para reencontrarme con mi paisaje y con los rostros y las voces de mi pasado, antes de volver a tomar el tren de ida. Por el camino, en el tren de la tarde y flotando en el aire, quedaría el viejo poema del eterno regreso:
Ya me fui
y sin embargo
queda
la leve sombra
de mis pasos
en el aire
esperando
el regreso;
y queda
la calle vacía,
y el recuerdo
a la intemperie
de quién se fue
mucho antes
y más lejos,
donde no existe
el agua,
donde el aire
    no es necesario…
Mi tren, cada 31 de diciembre, siempre llegó puntual, aunque en la estación nunca me esperaba nadie...

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