La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

miércoles, 4 de noviembre de 2015

La casa de las velas, por MERCHE HAYDÉE MARÍN TORICES.




“¿Y dónde ha estado hasta ahora mi yo?”, preguntó él.
“ En mi fe, en mi esperanza y en mi amor”, contestó la amada.


De día era casi imperceptible. Los reflejos de cada ventana se mezclaban con la luz del amanecer, del sol o del crepúsculo. A veces un destello parpadeante se atrevía a bailar con el visillo bordado que el viento movía en una ventana abierta. A veces un intenso olor a vainilla que abandonaba una estancia para mezclarse con los aromas del jardín. A veces una voz femenina, suave, entonada, que cantaba al silencio, casi en un susurro, en un flamenco inventado. A veces una silueta esbelta que se movía al compás de una alegría y giraba sobre sí misma con la cadencia de un natural a cámara lenta.

Mi madre apresuraba el paso cuando yo trataba de alcanzar la verja de esa casa. Sentía una emoción contenida, un nudo en la boca del estómago cada día al acercarse el momento en que nuestro paso coincidía con la entrada majestuosa de la Casa de las Velas, que era como yo llamaba en secreto a aquella casa mágica. Apretaba mi pequeña mano, y me hacía casi volar hasta que doblábamos la esquina y nuestro caminar volvía a ser lento y agradable. Lo que una madre intuye es tan real… y algo extraño percibía esa mujer entrañable a la que yo no podría dejar de querer ni en el recuerdo, algo de lo que quería protegerme.

Alcancé la estatura del aldabón y ya no quise esperar más. Había fantaseado durante años observando el movimiento hipnótico de las llamas de las velas que, al anochecer, convertían mi mansión favorita en un fabuloso espectáculo de luces y sombras.  Alargué la mano y tiré con fuerza del cordón dorado. Casi al instante una puerta se abrió y la bruja de mis sueños infantiles traspuso el umbral. No era una vieja arrugada y con escoba, desgreñada y sucia. Sentí una inmensa vergüenza ante la elegante señora que me miraba sonriendo. Sentí desvanecerse la magia y no supe qué decir. ¿Cómo explicarle a la mujer vestida de rojo, sostenida por dos finísimos tacones de aguja, que yo sólo quería saber el maleficio que rondaba su casa? Y pensé en mi madre, muda ante mis constantes preguntas.

Ella, con su silencio, había tejido una leyenda que no existía.

Una mano suave me acarició la mejilla y su voz sólo dijo:

-                    Desde hace mil años te espero.

La seguí más por curiosidad que por interés, pues el cuidado jardín y la calidez de cada estancia no hacían más que reafirmar mi torpeza. Velas grandes, pequeñas y medianas adornaban alfeizares, mesitas bajas, anaqueles; velas de colores, del rojo al blanco, pasando por los ámbares. Todas estaban apagadas. Me detenía a cada paso contemplando aquel singular santuario hasta que su voz me sacó de nuevo de mis pensamientos:

-                    Date prisa, apenas hay tiempo.

La seguí hasta una pieza luminosa, donde el olor a vainilla de mi infancia se hizo más intenso. Colgaban de las paredes hermosísimos capotes de paseo bordados con los hilos más finos que había visto en mi vida. Me hizo sentar en un sillón de brocado con dos iniciales en relieve simulando un hierro, dejó transcurrir unos instantes para que yo pudiera detenerme a mi antojo en las fotos enmarcadas, en los maniquís de madera ataviados de torero, en la caja de puros habanos que descansaba, abierta, sobre la mesita junto a mi. De nuevo las dos iniciales, esta vez repujadas en cuero. Mi mirada se encontró con la suya y de nuevo sonrió. Ya había descubierto yo parte del enigma. Me entregó un prendedor de oro con dos solitarios brillantes, una joya sencilla pero exquisita, una joya elaborada por encargo por dos personas que se aman y quieren entrelazar sus nombres para siempre. Dos lágrimas rodaron por mis mejillas, no de tristeza, sino de felicidad. Luego, la señora hermosa, de pelo negro y sonrisa franca puso en mi mano un cerillo, se arrodilló frente a mí y me habló:

-                    Mil años te esperé, fue la espera del amor, mil años prendí veladoras para que él saliera intacto cada tarde de la Plaza. Mil años lo estuve guardando para ti. Porque en todas sus vidas te ha buscado, porque en todas tus vidas lo has amado. Ahora sois el uno del otro y antes del caer de la noche yo ya me habré ido. Así tenía que ser. Has creído en lo visible y en lo invisible, has sido fiel a la niña que fuiste, has querido sin pedir nada a cambio. Tú querencia te ha traído a mí y yo tengo la recompensa a tu lealtad.

Su abrazo estremeció mi alma, ya no me importaba quién era ella ni cuál era su pasado. Todo lo que necesitaba saber estaba escrito en los brazos que me rodeaban y le respondí dándole las gracias en silencio.

-                    Cierra todas las ventanas, me dijo, nos vamos de viaje.

Corrí tras ella sellando el paso de la luz, apostillando contraventanas, impresionada de todo lo que mi vista y mis sentidos se encontraban en el camino: mis juguetes, mis libros de cuentos que di por perdidos hacía años, mi primer vestido, su primer capote, unas manoletinas que sólo podía calzar alguien que no hubiese aprendido todavía a contar, era…toda su vida…y la mía.

-                    No te detengas, me dijo su voz serena, todo eso es el pasado, vamos en busca del futuro.

Cuando no quedó un resquicio por donde pudiera filtrarse la luz comenzamos a encender todas las velas, al tiempo que ella invocaba en susurros. Ya faltaba solamente la habitación de arriba donde yo me había visto con él de mayor, donde descansaban sus capotes y sus recuerdos, mis libros y mis perfumes, las fotos de los muchos sitios que habíamos visitado juntos: el futuro. Al llegar a ella, mi anfitriona volvió a tomarme de la mano, me colocó en el centro de la alfombra tejida con orquídeas que tenía bajo mis pies y configuró un círculo de velas a mi alrededor. Luego las encendió, me lanzó un beso y todas las bendiciones, prendió un habano y, al tiempo que su impresionante silueta desaparecía tras el humo, apareció en su lugar aquel perfil tan familiar para mi, la media sonrisa, la camisa abierta, el pelo alborotado, sus manos de hombre bueno y su mirada de soñador.

Ahora el círculo se había cerrado, las ventanas estaban abiertas y por ellas llevábamos muchos años juntos contemplando la vida, la de verdad, la que habíamos soñado siempre, la que no nos separaría nunca.








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