La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

lunes, 14 de marzo de 2016

El fruto prohibido, por EDUARDO MORENO ALARCÓN.



            Érase una vez un rey muy poderoso. El monarca, de nombre Orestes, gobernaba sobre el Reino de Artemisa hacía dos lustros, tras la muerte de su padre, el juicioso Agamenón. De todos es sabida la querencia que la reina Clitemestra —madre de Orestes—, tenía hacia los bosques de esa tierra bendecida por los dioses. Cuentan las crónicas de Gea cómo, a la muerte de su esposa, el viejo soberano hizo erigir, en torno al gran palacio, unos jardines sin igual en los confines de Artemisa.
            Acudieron de los puntos más lejanos los mejores jardineros. Jornadas y jornadas se afanaron cientos de hombres cultivando, abonando, podando, siempre a las órdenes del rey Agamenón. De tal suerte, en pocos años conformaron un espléndido vergel. A base de atenciones y cuidados permanentes, millares de especies alcanzaron un tamaño sorprendente. Tan benéfico era el clima, tan rico el suelo, tan abundantes las aguas, que todas las especies arbustivas convivieron sin disputa. El palacio quedó envuelto por las copas de frondosos ejemplares que incensaban las estancias con fragancias exquisitas.
            De aquel nutrido grupo de floricultores, un hombre atrajo la atención del soberano. Se trababa de Egisto, jardinero apasionado, menudo y poco dado a hablar con sus congéneres, no así con cada uno de los árboles y plantas que cuidaba con un celo afectuoso, con el mimo de una madre hacia sus crías.
            Pasó el tiempo. Orestes subió al trono. Sabedor del afecto que su padre sentía hacia Egisto, lo nombró jardinero real. Éste acogió la decisión con humildad agradecida, y consagró sus días al esplendor de los jardines palaciegos.
            Al transcurrir de las lunas, en un lugar privilegiado, frente a la alcoba más lujosa de Orestes, brotaron dos acebos. En un principio el rey se mostró muy complacido, pues los frutos de esos árboles eran de su especial predilección.
            Egisto, buen conocedor del mundo arbóreo, enseguida se dio cuenta de que, acaso por error, aquellos ejemplares eran machos, lo cual hacía imposible que acabaran dando fruto. Asomado a la terraza, Orestes oteaba cada día los acebos, aguardando deleitarse con las drupas redondeadas.
            –¿En qué octubre veré frutos, jardinero?
            —Paciencia, majestad —decía azorado Egisto, buscando ganar tiempo, sin saber cómo abordar tamaño enredo.
            Una mañana de mayo, el jardinero fue testigo de un fenómeno asombroso. Con ojos de pasmo, sorprendió a los dos acebos con las ramas enlazadas, besándose cada una de las hojas pinchudas, unidas como labios de amantes. «¡Jamás vi nada igual! ¡Se quieren! ¡Desean tener frutos, aunque saben que no pueden engendrarlos!». Emocionado, el jardinero corrió en busca de su rey, dispuesto a relatar el milagro presenciado.
            Pero Orestes no era como su padre. Su corazón era más turbio. Más fiero e iracundo. Desconfiado, empezó a sospechar de Egisto. Y así, ordenó a otro jardinero vigilar el crecimiento de sus árboles, en especial los dos acebos infértiles.
            Antes de que Egisto se adentrara en el palacio, Orestes ya sabía lo sucedido. Su cólera fue inmensa.
            —¿Cómo has permitido semejante aberración?
            —Mi señor, cierto que no pueden darle frutos, mas, no hay nada malo en ello…
            —¡Me mentiste! ¡Dijiste que tuviera paciencia!
            —Majestad, ¿acaso no os complace el verde plata de sus hojas?
            De pronto, el tono de Orestes se hizo áspero, hiriente.
            —Egisto, por los años de servicio no te envío a las mazmorras. Te concedo la libertad a cambio de que cortes esos hijos desviados y los apartes de mi vista cuanto antes.
            El jardinero palideció. Nada podía herirlo más. Jamás cortó un árbol en su vida, y ahora….
            —No puedo hacerlo, majestad —musitó con un hilillo de voz.
            Los ojos del monarca chispearon de crueldad.
            —Sea pues, jardinero. Tu suerte está echada.
           
            Las crónicas de Gea se refieren a aquel día luctuoso como el más triste del Reino. Ante los ojos de la Corte, el rey mandó al verdugo, primero talar los acebos, y ante el espanto y las lágrimas de Egisto, pasarle a cuchillo frente a los troncos cercenados, ligados en la muerte para siempre.

            Con los años, en aquel mismo lugar brotó un árbol que ningún hombre de ciencia supo identificar. Una nueva especie cuyos frutos, escogidos y saboreados por algunos cortesanos, captaron de inmediato el interés del rey.
            Orestes descendió la escalinata y se admiró ante la belleza inusitada de aquel árbol exótico, sin parangón en toda Gea. Cientos de frutos, drupas de un rojo amapola, pendían de sus ramas atestadas, exhalando un aroma embriagador. En su ciego recelo, el monarca aguardó a que otros probaran las bayas, no fueran mortales. Por los súbditos supo del sabor maravilloso de su pulpa. De sus muchas propiedades para el cuerpo y para el alma.
            Llegó el momento de probarlas. Escogió el rey la drupa más jugosa, la más perfecta en apariencia. Al punto, su paladar se vio inundado por un gusto delicioso y perfumado…
            …gusto que se fue tornando acíbar, amargo.
            El rey se desplomó a los pies del árbol venenoso al corazón de los crueles.

            Desde entonces, en el Reino de Artemisa se rinde culto al Árbol de Amor, el más sagrado.

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