La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

jueves, 14 de julio de 2016

Amantis, por PEDRO PASTOR SÁNCHEZ.


También era casualidad que se le hubiese estropeado el aire acondicionado del coche justo el día anterior. Si ya de por sí el viaje era largo ―cruzar media península no se hace en un santiamén― los rigores de la época pre-estival le hacían sudar por todos y cada uno de los poros de su piel. Pese a todo, el rictus de su cara denotaba un sentimiento de plenitud que no albergaba en su corazón hacía mucho tiempo. Y es que por fin la conocería.
La casualidad quiso que se encontraran hacía unos meses en un chat, ambos taciturnos a la hora de intervenir ante el despliegue de los más veteranos, que acaparaban la conversación con soliloquios plomizos o enrevesados intercambios de palabros que daban patadas al diccionario. Pero de entre esa maraña de egos, ya a horas intempestivas, descubrió a alguien con criterio, con algo que aportar. Lo de menos era ya el tema a tratar, su soltura para diseccionar la realidad y convertirla en una opinión lúcida y sincera le cautivó.
Facundo era pura verborrea cuando te cruzabas con él en el bar, en el quiosco, en el portal. Pero a la hora de escribir, se lo pensaba dos veces antes de apretar la tecla. Pese a esta dificultad inicial para poner por escrito sus pensamientos ―tal vez de forma inconsciente pensaba que las palabras se las lleva el viento, pero otra cosa es lo que ponemos por escrito, que cualquiera te lo puede echar en cara en un futuro― se encontró cómodo departiendo en el chat privado con Amelia.
            Cada vez pasaba más tiempo quemándose las pestañas ante la pantalla, ya le echaban de menos los compañeros del mus, tan sólo eran un zumbido en su móvil reclamando su atención. Él no podía advertirlo, pues se sentía obnubilado, pero puesta en una balanza la información que se aportaban el uno del otro sobre sus respectivas vidas, era mucho más abundante la relatada por Facundo que por Amelia. Le freía a preguntas sobre su familia, sus amigos, sus posesiones. Un estudio pormenorizado en toda regla, una vivisección online sin tapujos.
Aunque tampoco había mucho que rascar. Facundo era hijo único. Su padre murió a causa de un accidente laboral en la obra cuando él todavía era un niño. Fue un mazazo para sus convecinos pues era una persona muy apreciada en su pequeño pueblo. Su madre, depresiva desde entonces, se volvió inestable y posesiva. La juventud del muchacho fue un infierno. Cuando su carácter apocado comenzó a abrirse al mundo, su madre le cortaba las alas a la menor ocasión que su retoño compartía con otras personas situaciones o confesiones. Él, por extraño que parezca, lo aceptaba de buen grado, no mostraba la rebeldía propia de su edad, pensaba que se debía a su madre y que no podía decepcionarla. Le contaba todo, sus conversaciones eran profusas e intensas. Y así fue durante años. «Ten cuidado con esas lagartas o te quitarán la vida, mi niño», le decía cuando ya estaba en las últimas. Su herencia sólo sería mucha soledad y una gran casa que necesitaba una reforma a fondo. El día después del funeral, Facundo encontró que su vida había quedado vacía, tantos años de veneración y cuidados hacía su madre. ¿Cómo afrontar ahora el futuro?
            Amelia, más recatada a la hora de contar su vida, sólo se mostraba exuberante en cuanto a sus inquietudes intelectuales. Apenas unos detalles personales trascendían en la conversación, banales, a todas luces: el color favorito, su plato preferido, la ciudad visitada que más le había gustado. Este desequilibrio quedaba oculto tras las conversaciones que, poco a poco, fueron subiendo de tono. Cual adolescentes, empezaron a tratarse con apelativos cariñosos. Que sí “cuchifritina”, que si “melosón”. Pura ñoñería. Y de ahí, se lanzaron a contarse intimidades sobre sus frustraciones en el terreno amoroso, ambos mal parados, pocas y cortas relaciones que no hicieron sino convertirlos en personas introspectivas y desconfiadas. Hasta que se descubrieron el uno al otro.
El siguiente paso sería abrir sus corazones y también sus bajas pasiones. Comenzaron a intercambiar alguna foto. Él había recorrido poco mundo, pero ella conocía parajes exóticos y recónditos. De las poses en viajes diversos pasó a enviarle imágenes de su cuerpo sudoroso en la playa. Luego pasó a enseñar explícitamente alguna zona erógena. Cada vez más piel expuesta, cada vez más tórrido el siguiente contacto, cada vez más lasciva la conversación.

― Hola, reina del Caribe ― inició la charla Facundo, agregando un emoticono con una palmerita, algo infantil para sus cuarenta y pico años.
― Hola, rumboroso marinero ― le contestó Amelia con la mano izquierda, mientras se secaba el pintauñas de su mano derecha.
F: Anoche estuve pensando mucho en ti, cosa guapa.
A: ¿A sí? ¿Otra vez? Chico malo, resérvate para nuestro encuentro ― y agregó una redonda carita con una carcajada a mandíbula batiente.
F: No veo la hora de poder estrecharte en mis brazos.
A: También yo tengo ganas de abrazarte, Adonis mío. Ya falta menos.
F: Sí. Ya pedí las vacaciones en el curro. No te creas que le hizo mucha gracia a mi jefe. Esta semana y la próxima estamos de inventario en el almacén, pero que se las apañen sin mí, siempre que había que dar el callo lo he dado, por una vez seguro que pueden apañárselas sin mí.
A: Mira que no quiero que tengas problemas por mi culpa,  “gordi”.
            F: ¡Qué les den por saco! Por una vez que me tomo unas vacaciones fuera de temporada, no les va a pasar nada.
            A: ¿Pero les has dicho a dónde vas?
            F: ¿Y a ellos que les importa? Llevo años aguantando sus bromas, en el trabajo, en el pub del pueblo, que si «échate novia de una vez, que se te pasa el arroz». Ahora me voy a comer el arroz y el conejo, todo junto, y no les voy a dejar ni las migajas.
            Pasó casi un minuto hasta que obtuvo respuesta. Había que reconocer que era un poco bruto, pero Facundo tenía su gracia. El esmalte se derramó por la mesa al leer aquello, y la carcajada fue estentórea.
            A: Pero como eres, osito. Me das un poco de miedito.
            F: No tengas miedo, carita de rana. Te comeré poco a poco. Empezaré por las ancas.
            A: Te veo muy lanzado, gorilón. ¿Y si resulta que cuando me veas no te gusto? Mira que las fotos no suelen hacer justicia.
F: Ya, seguro que las has sacado todas de la red, y en realidad tienes una pata de palo, eres bizca y te huele el aliento.
A: Ja, ja. Pero en realidad no me hace ninguna gracia.
F: ¿No?
A: ¿Y si no te gusta como soy? Me refiero a mi forma de ser, no es lo mismo así, o por teléfono, que en persona.
F: Seguro que me gustan hasta tus andares, moza ― y añadió un hocico de cerdo al final de la frase.
A: Tontorrón
F: Vete preparando…
A: ¿Preparando? ¿Qué piensas hacerme? ―no hacía sino caldear más el ambiente.
F: Lo que no te ha hecho nadie.
A: ¿Qué sabrás tú? Que sepas que no eres el primero que prueba estas carnes.
F: Pero seguro que ninguno habrá hecho que te chupes los dedos como yo.
A: ¡¡¡Ah!!!
F: Y lo que no son dedos.
A: ¡Hala, animal! Me ruborizas.
Un enorme emoticono en forma de morada berenjena llenó la pantalla.
A: Cambiemos de tema, horticultor, que te me vas por las ramas. Entonces, ¿cuándo llegas?
F: Mañana por la tarde. Me invitarás a cenar, ¿no?
A: A lo que tú quieras.
F: Por lo menos el postre sabes cual es…
A: Bueno, bueno. Ya veremos.

No podía dejar de pensar en la escena que le esperaba, allí junto al mar, en el chalet que Amelia decía haber heredado de sus padres. Una cena romántica a la luz de las velas, un paseo por la orilla bajo la luz de las estrellas, y luego, el desenfreno propio de dos cuerpos henchidos de pasión. Tal era su calentura, que empezó a sentir una opresión en la entrepierna. El cinturón de seguridad constreñía su priapismo, exacerbado por las ilusiones creadas. Esta situación le hizo parar un par de veces en estaciones de servicio. En la segunda, tuvo que dar salida a tanta presión gonadal. Aliviado, aprovechó para tomar un tentempié y afrontar los últimos doscientos kilómetros.
Una camisa empapada de sudor y una sonrisa de oreja a oreja, eso fue lo que se encontró Amelia al abrir la puerta. Le pareció más menudito en persona. A pesar de todas las burradas que se habían dicho antes de conocerse, ahora, frente a frente, la prudencia, y tal vez un poco de vergüenza, les pudo, y se saludaron con un beso en la mejilla, eso sí, acompañado de un abrazo efusivo. El viajero pensó que su anfitriona estaba más entradita en carnes de lo que le pareció en las fotos, seguro que hambre no pasaba. Eso sí, pintada como una puerta, aparentaba mucha más edad de la que dijo tener.
―¿Qué tal el viaje? ―preguntó Amelia de forma cortés, después de coger su pequeña maleta y acompañarle al salón.
―Mira que está lejos esto ―le contestó sentándose en el sofá, al tiempo que observaba los cachivaches que poblaban los anaqueles de un vetusto mueble del salón.
―Bueno, pues aquí estamos. ¿Quién nos lo iba decir, verdad?
―Cierto. Ha sido toda una sorpresa encontrarte. Y además de esta manera. Tengo la sensación de que te he estado esperando toda la vida.
―Bueno, bueno. No vayas tan rápido, campeón ―le dijo guiñándole un ojo.
―¿No tienes hambre? Yo me comería un buey, el viaje me ha despertado el apetito, ya sabes a lo que me refiero…
―Ja, ja, ja. Pero qué cosas dices ―le contestó con el rubor explotando en sus mejillas―. Espera un momento, descansa mientras termino de prepararlo todo.

La casa estaba próxima a una aislada cala, algo apartada del bullicio turístico, así que nadie les molestaría. La velada transcurrió tal y cómo habían planeado. La conversación, al principio algo más forzada, se hizo más distendida al calor de las velas y el vino que les regaba el gaznate. La verborrea de Facundo salió a relucir una vez que se sintió desinhibido, el alcohol ayudó bastante, ante esta mujer que no paraba de reír a cada comentario jocoso que profería.
El contoneo de la falda a medio muslo y esa forma tan sensual de comerse un helado fueron el empujón que necesitaba Facundo, ya medio ebrio, para comerle los morros a Amelia como colofón a la opípara cena.
El dormitorio estaba preparado cual santuario, luz tenue, música de ambiente, incienso en el aire. Le preparó un último lingotazo que Facundo absorbió cual esponja mientras se sobaban al pie de la cama.
―No soporto este calor, voy a darme una ducha ―le dijo mientras el vestido caía a sus pies.
La puerta del baño quedó entornada a propósito. Facundo observaba atónito, se había quedado sin palabras ante esta Venus que, impúdicamente, mostraba sus curvas voluptuosas acariciadas por el chorro tibio. El raciocinio le había abandonado hacía tiempo, así que se movió por instinto, comenzando a desabrocharse los botones de la camisa. Más difícil fue quitarse el pantalón, rodó por el suelo tras perder el equilibrio. Cuando acertó a levantarse, Amelia estaba a su lado, enfundada en un albornoz. Quedó embriagado por el perfume que exhalaba su epidermis. ¡Oh, Dios!, como actúan las feromonas sobre el cerebro de los animales, son capaces de llevarles a lugares insospechados, a paroxismos inexplicables.
Lo que sucedió a continuación fue una escena tragicómica por cómo se comportaba uno y otro en el encuentro sexual. Las últimas experiencias de Facundo fueron tratando con profesionales, haciendo las meretrices trabajos rápidos y limpios para quitarse al cliente rápidamente de encima. Así que el hombre esperaba empezar con una felación y lo que se encontró fue una rasurada vulva en su cara en cuanto se descuidó. Entre que no sabía muy bien qué hacer con aquella voraz vagina en la boca y que la lengua estaba seca como la mojama, producto de su excesiva locuacidad e ingesta de alcohol, el lance empezó mal.
De inmediato él se lanzó a sus enormes pechos, sin duda reminiscencias de yantares pueriles, sorbiendo con tal ansia que los pezones quedaron cianóticos. Amelia no pudo por menos que apartarlo con un codazo en la alopécica tonsura, antes de que le dejara la pechera amoratada. Empezó a acordarse de la dosis de barbitúricos que vertió en esa última copa de Facundo y que, de momento, parecía no hacer efecto ante el entusiasmo del mostrenco.
No obstante, por fin le dio lo que él esperaba, y no sin alguna que otra arcada, relamió la  sudada verga hasta que consiguió una erección más que respetable, a pesar de la cogorza que llevaba. Sin más dilación, aprovechó para enfundarle un condón, se sentó encima suyo a horcajadas y comenzó a agitarse como tallo de cebada en un vendaval.
Los dos llegaron rápidamente al orgasmo, el uno por pura incontinencia, la otra, tras el fugaz goce, dio por concluido el rito que tantas veces había preparado. Facundo, inerte sobre la cama, había sucumbido por fin a la bomba química que había ingerido. Ni siquiera sería consciente de que su postrer «petite mort» sería en realidad definitiva. La almohada que Amelia oprimió con fuerza contra su cara taponó sus vías aéreas y, sin resistencia, el alma abandonó su cuerpo.
Amelia a partir de ese momento empezó a comportarse de forma mecánica, como si todo lo que ocurriese a continuación obedeciese a un plan milimetrado. Después de asearse concienzudamente, sacó una cámara de fotos de la mesita y tomó una última instantánea del   sacrificado. Después, dispuso una alfombra bajo la cama, y sobre ella un recio plástico, empujó al finado sobre él y lo arrastró con asombrosa maña al baño. Allí cercenó el miembro viril con precisión quirúrgica y lo introdujo en una bolsa, que inmediatamente guardó en la nevera. Apenas se derramó sangre debido al coagulante que había agregado en el preparado que le dio a ingerir al desdichado. Para eso, entre otras cosas, le servían sus estudios de farmacia y un par de años de medicina, carrera que nunca llegó a terminar por sus “desequilibrios psicológicos” de aquella época, instándole profesores y compañeros a que se dedicara a otra cosa.
Pero estos detalles de su biografía, y otros muchos, nunca fueron compartidos con ninguna de sus efímeras parejas, realmente nadie llegó a conocerla. Sus cuerpos acababan siendo arrastrados sobre la arena a la luz de la luna, cargados en la zodiac y, lastrados convenientemente, siendo pasto de la fauna marina del litoral.
―Hay que ver, Facundo, con el palique que me has dado y lo mal que has usado la sinhueso cuando más falta me hacía…― dijo con sorna mientras las burbujas salían a la superficie plateada.
Y cada mañana, después de la catarsis, empezaba el día consumiendo el trofeo adquirido, cortado en finas lonchas y servido con un poquito de sal y especias. Era seguidora acérrima de un rito arcano, y en su mente insana estaba convencida de que era la mejor forma de mantenerse vital eternamente.
El vehículo del difunto permanecería oculto en el garaje hasta la noche posterior, y de madrugada lo conduciría por la antigua carretera de la ermita, ya apenas transitada, y lo dejaría caer al fondo del profundo barranco, cementerio improvisado de chatarra e ilusiones.
Mientras archivaba la última foto en su portátil, una nueva víctima de la mantis compulsiva se dejaba subyugar por su encanto, y respondía al señuelo lanzado en el chat. Siempre huérfanos, hijos únicos, personas aisladas, con carencias afectivas y apenas vínculos con el resto de los mortales. Una trama perfecta para perpetuar su inmortalidad.


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