La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

lunes, 12 de diciembre de 2016

Inferno, por PEDRO PASTOR SÁNCHEZ.



Las cifras y gráficos parpadeaban constantemente en el monitor. Mientras, Nicholas Vermin miraba a través de aquellas enormes cristaleras. Cuarenta pisos más abajo, el bullicio de la gente le era ajeno. En su cabeza, una única idea: «Llegó el día».

Un zumbido le distrajo, el móvil comenzó a deslizarse por la pulida mesa de sequoia. Era Brad, su yerno y único factótum dentro de la compañía.

―Nick, buenos días ― le saludó afable.

―¿Ya ha llegado? ―le contestó dejando a un lado los modales.

―No, todavía no. Pero vendrá, no te preocupes.

―No me preocupo. Déjale un buen rato en recepción, no está acostumbrado a que le hagan esperar. Así tendrá tiempo para pensar y se pondrá nervioso.

―Te llamaba porque no sé si has visto las noticias del canal 10.

―¿Te refieres a la demanda? No tienen nada contra nosotros, que vayan preparando el dinero para pagar las costas judiciales.

―Pero Dennis... ―no le dejó terminar la frase.

―¡Al diablo con Dennis! Investígale, seguro que hay algo turbio en su pasado y podemos machacarle.

Colgó el teléfono y lo arrojó sobre la mesa. No permitiría que nadie pusiera en tela de juicio su integridad. Había peleado durante muchos años para estar en esta posición privilegiada, por fin reconocida por sus homólogos. Empresario del año, sí señor. El galardón, una pesada espiral metálica rematada por una bola, ocupaba un lugar privilegiado en su imponente escritorio. Era una especie de alegoría sobre lo sinuoso que era el camino para llegar a lo más alto. Sólo unos pocos hombres de negocios podían decir que habían alcanzado el éxito en su sector, y él pertenecía ahora a esa élite.

No siempre el camino fue fácil, la competencia se comportaba como alimañas, pisoteando sin piedad a los que se quedaban por el camino. Estuvo a punto de arruinarse en más de una ocasión. Tuvo que invertirlo todo, arrimar el hombro, hipotecar su casa. Todo por un sueño que ahora se veía cumplido. Un imperio que en un futuro heredaría su hija, Joanna.

De repente, al fondo del enorme despacho, se abrió la puerta, y una figura desgarbada se introdujo, cerrándola tras de sí.

―¿Qué hace aquí?¿Quién es usted? ―dijo alterado, abalanzándose sobre la mesa buscando el interfono. Ya había pulsado el botón y por el altavoz se escuchó la voz de su secretaria.

El intruso no se movió, tan sólo pronunció una frase.

―Tranquilo, Nicky. No hace falta que llames a seguridad. ¿Es que no me reconoces?

Ese tono tan rasgado de voz enseguida le resultó familiar, aunque tuvo que rastrear durante un momento en su memoria para enlazarlo con un nombre.

―¿Ezra? ―pronunció su nombre con perplejidad.

―¡Bingo! ―le respondió su interlocutor mientras se aproximaba cadencioso a la mesa. ―Ezra Damon viene a reclamar lo suyo.

―Laura, no me pases llamadas, por favor. Y avísame cuando llegue el señor Richards.

Antes de que pudiera decir nada más, el extravagante personaje acariciaba el premio.

―Parece que no te va mal, Nicky, grandullón―le dijo mientras tomaba asiento enfrente suya. ― No has vuelto a visitarme desde aquella noche. ¿Cuánto tiempo ha pasado?¿Diez años? ―se rascó la rapada cabeza mientras le señalaba con el dedo índice.

El magnate seguía anonadado buscando respuestas a estas preguntas. Todavía no asimilaba la situación. En primer lugar, cómo aquel impresentable había pasado por delante de las narices del dispositivo de seguridad y se había plantado allí sin problema. En segundo lugar, se agolpaban en su cerebro, como centellas de fuegos artificiales, los acontecimientos acaecidos hacía una década.

―Ya entiendo, seguramente has olvidado dónde está mi local―. Se hurgó en la raída chaqueta y puso sobre la mesa un macilento posavasos con las esquinas desgastadas. Sobre un diseño bastante anticuado, con unas llamas extendiéndose de un vértice al contrario, se podía leer el nombre del local: «Inferno 66».

―Ahí sigue la mancha de sangre, no se ha borrado con el paso de los años. Y seguro que todavía sientes irritación en el dedo. No sabes cómo lo siento, pero soy muy efusivo en los apretones de manos―recalcó mientras giraba un extraño anillo en su dedo, en forma de enroscada serpiente.

Era cierto. La maldita y minúscula herida tardó meses en cerrarse. Y la pequeña cicatriz, apenas imperceptible, a veces le escocía, sobre todo al agarrar el palo de golf. El puzzle se iba recomponiendo en la cabeza de Nicholas. Años atrás, al borde de la bancarrota, agravado por una profunda crisis en su matrimonio, veía como todos sus sueños e ilusiones se iban al garete. El profundo y oscuro pozo en el que se había convertido su vida le llevó a inundar las noches con alcohol. En una de sus excursiones nocturnas, dio por casualidad con aquel antro perdido, en el que la barra era una suerte de confesionario y el barman ejercía como improvisado confesor.

― Entonces, Nicholas, ¿qué estarías dispuesto a pagar para salir del atolladero en el que estás metido?― le preguntó mientras le servía una copa más de bourbon a aquel andrajo en el que se había convertido el empresario.

― No hay salida, amigo. Esos malditos cabrones del sindicato me están arrancando la piel a jirones. Si no desconvocan ya la huelga, seguiré tirando de créditos y mis acreedores me sangrarán con los intereses acumulados― le contestó el atribulado parroquiano.― Cuál no será mi desesperación, que había pensado quitarme de en medio. Al menos así mi mujer y mi hija podrían salir adelante con la póliza de mi seguro de vida.

―¿Tan poco aprecio le tienes a la misma que no te importaría perderla por problemas tan nimios? ¿Y si te dijera que sé la forma de cambiar tu suerte, que la diferencia entre el fracaso y el éxito sólo depende de ti?

―¿Qué sabrás tú de eso? Mira el tugurio que regentas.

―No deberías menospreciar al que te ofrece ayuda.

―Tienes razón. ¿En cuanto cotizas tu ayuda, oh gurú de los negocios?― contestó en tono sarcástico.



Esta conversación tan absurda había quedado bloqueada en la memoria de Nicholas durante años, en los cuales su negocio volvió a florecer.

―¿Nunca te paraste a pensar el motivo por cual se desconvocó la huelga de un día para otro? ¿Acaso crees que fue casualidad el tifón que arrasó las fábricas de tus competidores en Asia? ¿O la súbita muerte de aquel fiscal que te investigaba? No seas iluso, Nicky, todo obedecía a un plan. Desde que me conociste, no has tenido que preocuparte por nada. Todos tus problemas se diluían por arte de magia. Y no era cuestión de suerte, ¿verdad? Yo ya he cumplido mi parte, ahora te toca a ti.

El empresario no daba crédito a lo que escuchaba, así que contestó con contundencia:

― Seguro que el día que nos encontramos debiste pensar que era un estúpido, contando mis problemas a un desconocido. Pero fueron sólo eso, conversaciones de barra de bar. No pensarás que voy a creerme que mi buena o mala racha va a depender de un "pacto" con un personaje tan extravagante como tú.

Ezra no se inmutó ante esta respuesta, al contrario, parecía que era parte de un ritual que había repetido centenares de veces, así que replicó entrando en detalles de la vida personal de su interlocutor.

― Bien, veo que para que te des cuenta de que esto va en serio, tendré que tocar alguna que otra fibra sensible. A ver si te gusta este juego. Supongamos que tu mujer se encuentra "por casualidad" con tu amante en una de esas tiendas tan exclusivas que suele visitar, y, hablando, hablando, traban cierta confianza. Se van a almorzar juntas, y en un momento dado, sale a relucir tu nombre de la boca de tan voluptuosa señorita. ¿Qué crees que pensará tu mujer?¿Volverán los fantasmas del pasado, cuando tu infidelidad casi os cuesta el divorcio?

― Así que eres un simple chantajista, ¿no? Lo siento, amigo, pero no te servirán esas tretas conmigo ―le respondió con desdén. ―Yo también puedo hacer que te sigan y averiguar cual es tu punto débil, ¿qué te parece la idea?

―Nicky, Nicky, qué incrédulo eres. Está bien, dejemos que el azar siga su curso, los dados ya han sido lanzados. Lástima que tu hija no tenga tanta fortuna como tú. Ella es una fanática de la velocidad, ha heredado de ti ese gusto por los coches deportivos. Ya sabes lo peligrosos que son esos cacharros cuando les pisas más de la cuenta.

― Te recomiendo que no pises terrenos pantanosos, idiota. ¡No metas a mi hija en este asunto!

― No te enfades, Nicky ― no dejaba de llamarle así a propósito, igual que lo hacía su padre cuando quería ponerle nervioso ― al menos no conmigo, sino con ella, por tener esa misma debilidad que tú tenías de abusar del alcohol. Bebida y velocidad, mala combinación. Mejor le dices algo cuando vuelva de su ruta por la Interestatal, por cierto, muy por encima del límite de velocidad permitido. Esperemos que no se distraiga, podría ser fatídico.

Por primera vez durante toda la conversación, Nicholas se sintió incómodo, tal vez, incluso algo asustado. Por muy loco que estuviese aquel tipo, tenía que averiguar qué había de cierto en sus palabras. Cogió el teléfono e hizo un par de llamadas, sin obtener respuesta. Finalmente llamó a Brad.

― Nick, acaba de llegar― le espetó nada más descolgar.

― Escucha, Brad, Joanna está en casa, ¿verdad? No coge el teléfono.

― No, no está allí, salió a media mañana para reunirse con su amiga Cinthia, fue a la costa, volverá esta noche. ¿Ocurre algo?

Colgó sin responder a su yerno. Con algo de desconcierto, se volvió hacia el intruso, y con la voz quebrada, le exhortó:

― Esta bien, hijo de puta, negociemos un precio y sal de mi vida cuanto antes.

― ¿De repente quieres poner un precio para continuar con la vida que llevas ahora? Un poco tarde, Nicky.

― Entonces, ¿qué demonios quieres de mi?―le gritó desencajado.

― Ya lo sabes, lo que me prometiste aquella noche hace diez años. Yo sólo tengo que esperar ― y se acomodó en una silla junto a la puerta.



Sin tiempo para reaccionar ante esta situación tan chocante, la puerta se abrió de golpe. A través del dintel apareció la vociferante cara de Richards, y tras de él Brad, que intentaba excusarse:

― No he podido hacer nada para...

― ¡Maldito cabrón!. Así que querías quedarte con mi negocio a base de malas artes ―le gritó Richards mientras la saliva salía de su boca cual proyectil.

El escenario que esperaba Nicholas aquella mañana era el siguiente: un humillado Richards acudiría a la reunión para negociar una salida digna del consejo de dirección de su propia empresa, que sería absorbida y pasaría a formar parte del emporio Vermin. Todo por obra y gracia de una compleja trama en la que estaban implicados tanto abastecedores de componentes como distribuidores de productos del sector, que fueron coaccionados subrepticiamente para aislar a Richards y bloquear tanto la producción como las ventas de sus productos.

Nunca hubiese imaginado lo que ocurriría a continuación.

Con un gesto, le indicó a Brad que ya se hacía cargo él y que abandonara la habitación. Richards continuó soltando veneno por la boca:

― Sólo que ahora el que paga la nómina de Dennis soy yo, y con todo lo que él sabe, tengo argumentos más que suficientes para llevarte a los tribunales. Lo sé todo, incluido ese asunto tan turbio con las patentes. Ese pusilánime todavía habla bien de ti, te idolatra, ¿te lo puedes creer?

Dennis. Hasta hace poco era la mano derecha de Nicholas, estuvo con él desde el principio, su dedicación y fidelidad eran incuestionables. Hasta que cierta información delicada empezó a filtrarse. Un topo hacía tambalear su imperio y sólo podía ser alguien muy cercano.

Ante el comentario de Richards, cayó en la cuenta demasiado tarde: «¡Cielo Santo! ¡Brad! El muy estúpido creó una cortina de humo para quitarse a Dennis de encima. ¿Cómo no lo vi antes? ».

Estos pensamientos pasaron por su cabeza mientras Richards seguía con su letanía, pero en esos momentos ya era totalmente ajeno a lo que le decía. En cambio, mirando por encima del hombro de Richards, vio a Ezra, al fondo, riendo a mandíbula batiente.

― Maldito bastardo. Les has tentado a todos ellos, ¿verdad?, con tal de destruirme...

Richards se dio por aludido, aún sin entender nada.

― ¿Destruirte? ¿Cómo tú pensabas hacer conmigo? No. Yo sólo quiero que se haga justicia, pero cualquier cosa que te pase, la tienes bien merecida.

― No estoy hablando contigo, estúpido ― le respondió iracundo.

― ¿No? Entonces con quién. Aquí no hay nadie más― y se giró sobre sí mismo dando un vistazo a la sala. ― Estás más loco de lo que pensaba.

― ¿Loco yo? No, si hay alguien aquí que ha perdido el juicio eres tú. No dejaré que os salgáis con la vuestra, ni permitiré que nadie se apropie de lo que es mío― le avisó encolerizado mientras le sujetaba por las solapas de la americana.

Richards respondió a esta afrenta empujándole contra la mesa, a su espalda. En ese momento de máxima tensión, Nicholas vió con el rabillo del ojo su recién adquirido galardón, y sin pensárselo dos veces, lo agarró con fuerza con la mano derecha y lo estrelló repetidas veces contra la cabeza de su adversario, que al momento, cayó fulminado sobre la alfombra, que poco a poco fue tiñéndose de carmesí.

Nicholas Vermin fue acusado de homicidio y condenado a morir mediante inyección letal. Tumbado, amarrado a aquella extraña mesa con forma de cruz ―el Diablo siempre trata de imitar a Dios― creyó ver la sonriente faz de Ezra Damon entre el público asistente. Su pacto estaría saldado en cuestión de unos agónicos minutos.

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