La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

miércoles, 14 de junio de 2017

Chavela, por PEDRO PASTOR SÁNCHEZ

            
  

 Tras los oscuros cortinajes del escenario, una mirada furtiva escrutaba al público concurrente en la sala.
            ― Ha venido mucha gente, ¿no? ―dijo la artista con mirada de preocupación.
            ―Sí, y todos han venido a verla a usted, Señora. ¿No le hace ilusión?
            ― “Mihija”, necesito un tequilita― le imploró a Marcela con la boca tan seca como el ojo de un tuerto.
            La miró frunciendo el ceño, y replicó: ― Eso ya lo hemos hablado antes. No le voy a dar nada.
            ― Pero uno, “nomás”. Mira que nunca he salido al escenario sin tomar. No sé si podré...
            La imploración, con los ojos a punto de derramar una lágrima, no sirvió de nada.
            ― Pues si no va a poder, dígalo, y ahora mismito salgo ahí fuera y le digo a toda esa gente que se vaya, que suspendemos.
            ―¿Pero cómo vas a hacer eso, “mihija”? ¿Estás loca? Llevan mucho tiempo esperando, van a armar bronca.
― Efectivamente, llevan mucho tiempo esperando, Señora...
           
El Hábito era un cabaret bien ubicado en México D.F., que regentaban Jesusa y Liliana desde hacía unos años. Humilde, sí, pero a la postre, no podía aspirar a mucho más en ese momento. Sus tiempos más gloriosos habían pasado. De hecho, al anunciarse su vuelta a los escenarios, muchos se preguntaron: «¿Pero no murió?».
No, Isabel Vargas Lizano no estaba muerta, su organismo todavía resistía, a pesar de que se había tomado muchas molestias para llevarlo a su límite a base de apurar botellas de tequila. En cambio, Chavela Vargas, la otrora abanderada de la canción popular mexicana llevaba desaparecida casi quince años. Atrás quedaron los discos, los conciertos, las emisiones radiofónicas, las películas, las apariciones en la televisión. Un largo peregrinaje por el desierto más implacable, por la senda más inextricable que nunca recorrió. Para un artista, el olvido es la aplastante losa que socava los cimientos del día a día. Ya no seremos lo que fuimos, acaso nunca fuimos lo que creímos ser. De la altura del pedestal al fondo del pozo, tan sólo hay un empujón. Y una vez abajo, subir el escalón se hace inasequible, más aún si la ilusión y las fuerzas flaquean.

―Vamos, prepárese, comadre, que llegó la hora― la instó de nuevo, sin dejarla pensar.
Agazapada como un jaguar, enjugándose el lloro con el poncho, siseó durante poco más de un minuto una especie de plegaria pagana, salmodia chamánica a algún dios selvático y primigenio. Mientras, repasaba mentalmente los hitos de su vida, buenos y malos momentos, que habían convertido a esta soberbia mujer en un mito.

            El camino nunca fue fácil, pero bien es cierto que a nadie regalan nada. A pesar de tenerla, nunca conoció el amor de madre. Este rechazo unilateral la marcaría de por vida. Cuando se trasladó de su Costa Rica natal a México, siendo una adolescente, sólo dejó atrás la indiferencia de sus allegados y el rencor de sus convecinos. La niña de los pantalones, la de comportamiento errático, la expulsada de su feligresía por “rara”, se llevó en su corazón tanta pena que se rebeló contra el mundo para poder sobrellevarla. Se fue fraguando un carácter indómito y rebelde, impropio para una mujer en la época que le tocó vivir.
           
Siempre le gustó el “artisteo”, y aún sin formación, no le importaba improvisar o hacer el ridículo en convites y juergas. Su desfachatez encandilaba, su estilo característico, que fue forjando poco a poco, alejándose de los cánones de la ranchera tradicional, le granjeó la amistad de reconocidas figuras del panorama musical mexicano, que vieron en esta mujer el mejor vehículo para dar rienda suelta a todas las emociones contenidas en sus letras. El maestro Lara, y, por supuesto, José Alfredo Jiménez, fueron sempiternos cómplices de cantina, apalancados en las oscuras barras de tugurios, benefactores de una fauna bohemia y dicharachera, que no conocían el fin de las trasnochadas parrandas hasta acabar con las existencias etílicas del local.
            Y en esas noches, y en esos locales, se fue fraguando, modelando, la voz desgarrada, el sentimiento en cada verso, la fusión de los ritmos.

            Un foco irrumpió a través del éter humeante que inundaba el local. El acople de un micrófono rechinó, llamando la atención de todos los presentes hacia el escenario. La introducción fue breve y concisa:

―Buenas noches, queridos amigos, estimado público. Con todos ustedes, la singular Chavela Vargas.
Un tímido aplauso de acogida. Ella, con los brazos cruzados sobre su pecho, agradeciéndolos con un suave cabeceo.
«Pero mira cuánto jovenzuelo. Si seguro que ni conocen mis canciones. Esto va a ser un desastre». Estos fueron sus pensamientos justo antes de que la guitarra de Marcela desgarrase la noche. Los acordes de “Macorina”, su canción fetiche, el símbolo revolucionario, con la que iniciaba todos sus conciertos, le atravesaron la médula espinal, punzando a cada nota, cada vez con más fuerza, sus recuerdos más íntimos. Así de caprichosa es la mente humana. Seguramente esa nostalgia, la remembranza de los que ya se fueron, le ayudaron a alcanzar al momento el clímax necesario para conectar con el público, para tocar su alma como sólo ella sabía hacerlo.

Pon,
Ponme la mano aquí,
Macorina.

Llegado el último verso, el público prorrumpió en un aplauso atronador. Desde el fondo le gritaban que cantase tal o cual canción de su repertorio, a lo que ella, exultante, contestó: ―No se preocupen, que no nos marchamos de aquí hasta que no las cantemos toditas.

Me quitarán de quererte, llorona,
Pero de olvidarte nunca...

“La Llorona” era la canción preferida de su queridísima Frida Kahlo, esa mujer traumatizada por el dolor y la tragedia, a la que amó y que la amó. Sus días en casa del gran Diego Rivera la marcaron para siempre; la excentricidad y libertad con la que estos dos personajes se comportaban chocaban con la remilgada y estricta sociedad que existía más allá de esas puertas.

Ojalá que te vaya bonito,
ojalá que se acaben tus penas,
que te digan que yo ya no existo,
que conozcas personas más buenas.

El desamor. El eterno sentimiento encontrado. No entiendo por qué no me quieres, pero te deseo que encuentres a otra persona que te dé lo que yo no pude darte. Y Chavela de eso sabía bastante, aunque digamos que alejada de la ortodoxia. Siempre tuvo muy claro que sus amores sólo podían ser femeninos. Cual moderna Safo, fascinaba con sus canciones y su desparpajo a las mujeres que encontraba a su paso, bien fueran del submundo de los cabarets, bien pertenecieran a elitistas extractos, incluida alguna estrella hollywoodiense en aquellas locas noches de Acapulco, mujeres solteras o casadas, jóvenes o maduras. Su vida fue un ir y ver de humildes catres a regias camas con dosel. Nunca ocultó su condición, aunque tampoco hizo alarde de ella. Se limitó a vivir la vida de acuerdo a sus principios y querencias.

―Tiene usted que venir a España, señora Chavela―le repetía una y otra vez el simpático librero español que acudía de forma religiosa a El Hábito para ver a aquella mujer madura que embelesaba a propios y extraños, con esa forma de cantar tan particular, brazos en cruz, como si la plegaria rota del crucificado saliese por su boca. O como si buscase el añorado abrazo que nunca tuvo, el de su madre. Dicción clara de cada verso, el alma en cada rima.
―¿Pero que voy a hacer yo en España, querido? Si allí ni me conocen―replicaba a cada nuevo envite la artista.
―Pues por eso mismo. Allí sabemos apreciar el talento, y usted lo derrocha en cada actuación. Yo tengo contactos. Piénselo. ¿Qué tiene que perder?

En eso tenía razón el entusiasta hombrecillo. Ya había perdido quince años de su vida, borracha, abandonada y alejada de todo y de todos. Superado el miedo al ridículo de su reencuentro con el público, alejada por fin del tequila que tantas alegrías y penas, a partes iguales, le brindaron durante su juventud y madurez, las circunstancias de la vida le ofrecían la oportunidad de resurgir cual ave fénix a las puertas de la vejez.
Después llegó Almodóvar, y Sabina, y Miguel Bosé, y tantos otros artistas hispanos que la colmaron de halagos. Cada espectáculo era único e irrepetible, los escenarios se abarrotaron de espectadores que querían ver y escuchar a la plañidera del desamor. Distinciones y galardones no le faltaron tampoco. Y se vieron cumplidos sus sueños de actuar en la sala Olympia de París. Y posteriormente en el Bellas Artes de México, lugar sagrado de las artes escénicas aztecas.

Chavela nunca tuvo miedo a Catrina, a la pelona, a la muerte. Un día, Chalchiuhtlicue, la diosa del agua, señora de la vida y de la muerte, la cogió de la mano y juntas recorrieron la ascensión a la gran pirámide del sol en Teotihucán.

Tomate esta botella conmigo...
¡y en el último trago nos vamos!


























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