La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

martes, 15 de mayo de 2018

El SECRETO DE ELMER, por Pedro Pastor Sánchez.



Nunca supo el secreto.
Por más que trató de averiguar el porqué de aquel comportamiento errático de su marido, Rose no consiguió jamás saberlo.
En un principio, achacó el cambio en sus hábitos a que se estaba adaptando a su recién estrenada jubilación. Había pasado de estar todo el santo día, de arriba abajo, realizando el reparto postal por media ciudad, a disponer de todo el tiempo del mundo para dedicarse a su gran pasión: la jardinería. Esos primeros meses, tras el merecido retiro, los pasó remodelando por completo el pequeño jardín que había ido cultivando durante años frente a su casa, situada en el campo, a escasas millas de la pequeña población. Colocó la vieja bicicleta, que le había servido de medio de locomoción, en un lugar prominente, rodeada de coloridas petunias y azucenas. Colgando del manillar, la gran cartera de piel que le acompañó durante tantos años, pegada a su espalda. Todo ello bajo la protección de un pequeño soportal, con tejadillo de pizarra, que la preservaba de las inclemencias del tiempo.
Vivieron apaciblemente, y por fin pudieron hacer ese viaje que ella tanto tiempo había estado reclamando, hacía mucho que no viajaban juntos. Aprovecharon su incursión en la costa para visitar a su hija Mary, que vivía con su marido Jordan al sur de la bahía. A Rose le hubiese gustado tener nietos, le encantaban los niños. Todavía recordaba con cariño los años que se dedicó a la docencia en aquel pueblecito del interior del país, hasta que aquel día agosteño, de vacaciones en la playa, conoció a Elmer y renunció a todo para estar con él. De no haberlo hecho, seguramente la distancia que separaba sus domicilios hubiera sido la losa bajo la que hubiesen enterrado su incipiente relación.
De repente, las prioridades de Elmer empezaron cambiar. Si bien parecía que durante ese tiempo había perdido apego a las calles que tanto había pateado durante su vida laboral, una mañana, en concreto un lunes, bien temprano, con la excusa de ir a comprar unas semillas, se fue por el camino hasta el cruce, y enfiló la carretera. Lo extraño fue que, en lugar de subir al autobús ―no volvió a utilizar su viejo Cadillac desde que tuvo un susto, un breve desvanecimiento, y se salió de la carretera, sin mayores consecuencias― cogió su vieja bicicleta, retirándola del florido pedestal, y a pedaladas hizo el trayecto. Apuró su regreso hasta la hora de la comida, volviendo con las manos vacías. En esta ocasión, no encontró la variedad de flores que buscaba, le dijo.
Ese mismo ritual lo hizo durante toda la semana, de lunes a viernes, poniendo cada día una excusa distinta para justificar su traslado a la ciudad. Elmer nunca fue un hombre muy elocuente, al contrario, costaba arrancarle una frase. Todo lo contrario que Rose, tal vez por eso se complementaban tan bien, la una necesitaba de una audiencia fiel, el otro se alimentaba de las historias que le contaba. Pero este distanciamiento repentino le creaba a Rose un gran desasosiego, y así se lo hizo saber a su hija en conversaciones telefónicas, la cual trató de quitarle importancia.
Esta rutina la mantuvo a la semana siguiente, así que el miércoles ya no pudo contener más su curiosidad, y le preguntó abiertamente.
―¿A dónde vas hoy?― inquirió con tono áspero.
―Necesito alguna herramienta para el jardín―le respondió Elmer mientras ajustaba la pequeña canasta a la parte posterior de la bicicleta―. Se me ha roto el rastrillo pequeño, y los guantes ya están destrozados, toca reponerlos.
―Si quieres te traigo lo que necesites. Yo también tengo que ir a la ciudad, me he quedado sin azúcar y quiero hacer ese bizcocho que tanto te gusta― se ofreció, fijando la mirada directamente en su pupila.
―Oh, vaya...gracias― respondió Elmer vacilante― pero es que también quisiera hablar con Joe, su hijo me dijo que se encontraba algo peor. Si quieres, te evito el viaje y lo traigo yo. ¿Cuánto necesitas?
Minutos mas tarde se marchó con el dulce encargo, a pesar de que la despensa rebosaba de azúcar, mientras el amargor recorría la garganta de Rose. No estaba dispuesta a seguir así, sin respuestas. Quitó la lona del coche y con cierto nerviosismo se dirigió a la carretera. Cuando llegó al stop del cruce y se detuvo, los rayos del sol mañanero la deslumbraron por un segundo, pasando al mismo tiempo por su cabeza la fugaz idea de volver a casa. Era absurdo lo que estaba haciendo, vigilando a su marido, nunca le había dado razones para desconfiar. El estridente pitido de una furgoneta que estaba siendo rebasada por un bólido rojo, justo en ese punto donde todavía la línea era continua, borró este pensamiento, y finalmente se incorporó a la vía.
Se dedicó a recorrer con parsimonia las calles. Elmer no se encontraría demasiado lejos de su bicicleta. Y así fue, la halló atada a una farola, justo en la puerta del hospital. Parecía que sus miedos eran infundados. Tal y como le había dicho, Elmer estaría visitando a su amigo Joe ―fueron compañeros de armas décadas atrás― del que le constaba que sufría una grave dolencia desde hacía tiempo. No obstante, esperó aparcada a cierta distancia, hasta que vio aparecer a su consorte, que recogió el velocípedo y se dirigió al centro de la población. Lo siguió, ya tenía pensada la excusa que le daría si por un casual Elmer identificaba el vehículo. No fue necesario usarla, a unos pocos metros, frente al Ayuntamiento, Elmer volvió a poner pie a tierra, y se introdujo en el Consistorio. Sin duda cambiaría impresiones con Jim, el alcalde, el hijo de Joe.
Aliviada y a la vez avergonzada por su falta de confianza, decidió aprovechar el viaje para hacer algunas compras. Se apeó y recorrió la zona comercial. Una hora más tarde, con sus brazos cargados de bolsas, volvía hacia el coche cuando de nuevo se encontró con la bicicleta de su marido. Esta vez estaba apoyada en la fachada de la farmacia. Se acercó a la puerta, le enseñaría a Elmer sus adquisiciones, y así podrían volver juntos a casa. Pero cuando se aproximó, a través de las cristaleras pudo ver cómo detrás del mostrador, junto a la entrada de la rebotica, su marido se fundía en un prolongado y efusivo abrazo con la farmaceútica.
Ethel, la farmaceútica. El amor adolescente de Elmer volvía a aparecer en su vida. Rose conocía su historia, él se la contó una vez que, algo embriagados, al principio de su relación, confesaron sus vaivenes amorosos. El tronco de uno de los árboles junto al colegio todavía poseía la marca indeleble de aquel amor prematuro que Elmer marcó con su navaja. Pero la vida les llevó por derroteros distintos. Aunque claro, ahora que era viuda, podía volver a llenar su corazón con los rescoldos que quedaran de su párvulo amor.
Volvió al coche con los nervios agarrados al estomágo y flojera en las piernas. Casi se deja un piloto tratando de sacar el Cadillac del aparcamiento, tal era su estado de nervios.
Para cuando Elmer volvió ese día a casa, ella ya había conseguido calmarse. No le dijo nada al respecto, fingió normalidad, y prefirió esperar a ver la excusa que le ponía su marido al día siguiente para volver a la ciudad. Esta vez no la hubo. Muy temprano, Elmer se levantó sin hacer ruido, desayunó frugalmente y con cierta prisa fue al jardín, cortó unas cuantas flores variadas e hizo un colorido ramillete. Lo dispuso en la cesta y partió de casa a golpe de pedal. Rose lo miró desde la ventana de la alcoba. Estaba convencida de que ese ramo estaba destinado a Ethel, pero tenía que estar segura.
El mayor miedo de Elmer era que Rose sufriera. No soportaba la idea de verla lamentarse, por eso, cuando le dieron el diagnóstico, optó por no revelárselo. De todas formas, nada se podía hacer. Según los médicos era ya irreversible, y tan agresivo que era cuestión de poco tiempo que la metástasis empezara a afectar a órganos vitales, reduciendo drásticamente su calidad de vida. Por eso su carrera contrarreloj se centró en dos cosas. Por un lado, despedirse de todos aquellos que le habían demostrado afecto a lo largo de su vida. Como Ethel, con la que siempre mantuvo una hermosa amistad desde la infancia. O Joe, que desgraciadamente estaba pasando por un trance parecido al suyo, y con el que compartió peripecias en la guerra, salvándose la vida mutuamente en más de una ocasión. Por otro lado, dejar como legado algo de lo que Rose se sintiera orgullosa.
Pensó Elmer que su ahijado Jim podría ayudarle con lo que sería su último acto de amor hacia Rose. Ninguna objeción, al contrario, puso a los empleados municipales a su disposición para que en tiempo récord pudieran acondicionar el jardín público junto a la escuela, siguiendo los dictados del cartero. Las flores que portaba aquel día eran precisamente una muestra de las variedades que Elmer había proyectado colocar en el macizo central del jardín, el cual llevaría el nombre de su mujer. Esa era la impronta que pretendía dejar para la posteridad, los dos grandes amores de su vida, su mujer y la jardinería, en un lugar en el que todos sus conciudadanos se sintieran rodeados de embriagadores aromas y belleza.
Pero esa mañana, cuando Elmer acudió a la consulta del oncólogo, recibió el mayor varapalo de su vida, incluso mayor que su funesto diagnóstico. Le avisaron para que acudiera a la sala de urgencias de manera inmediata. Se personó sin saber a que atenerse, confundido por las caras desencajadas del personal que le acompañó al piso inferior. Allí le dieron la noticia del fallecimiento de su mujer, no hacía ni una hora, en accidente de tráfico. Un coche rojo, a toda velocidad, se empotró con el viejo Cadillac cuando éste se incorporaba a la carretera. Todavía por determinar las causas, si por excesiva velocidad del uno, o por imprudencia del otro al haberse saltado la señal de stop. El caso es que Rose no llegaría a ver la placa con su nombre en el jardín que Elmer le quería regalar, a la vista de todos, para demostrarle su amor.

Nunca supo que el motivo por el que Rose estaba ese día en el cruce fueron los celos. Ella murió sin conocer el secreto de Elmer. 

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