La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

domingo, 14 de enero de 2018

LA HUELLA EN LA CORTEZA, por Eduardo Moreno Alarcón.



Entorné los ojos para concentrarme. Tenía que pensar. Dar con la clave de un misterio que llegó a quitarme el sueño.
            Había vuelto a suceder. La misma zona infértil. Seis años seguidos.
            Dos hectáreas de frutales produciendo en abundancia y, cosa rara, en una zona de la finca, aquel bancal de tierra estéril: hileras de perales con la flor pero sin fruto. Árboles que, fuera de ese punto, daban peras sin problema.
            Busqué un laboratorio para analizar el terreno y los árboles afectados. Su conclusión no dejó dudas: ninguna anomalía. El suelo era ideal para el cultivo. No había diferencias de drenaje con el resto de la huerta. ¿Qué ocurría entonces? ¿Alguna enfermedad desconocida? ¿Por qué sólo en una franja tan concreta? Indagué cuanto pude. Pregunté a los jornaleros y a labriegos ya curtidos. Cada cual me dio un consejo. De entrada no deseché ninguna sugerencia. Sopesé los pros y contras, y fui probando los remedios: abonos naturales, riego abundante, podar con luna nueva… Sin resultado. Las cosechas seguían siendo buenas, excepto aquella parcela yerma.
            No me entraba en la cabeza. Por más vueltas que le daba no encontraba solución. Para qué negarlo, aquello comenzaba a superarme. Hasta los propios campesinos se hacían cruces en el pueblo. Como de costumbre, surgieron las teorías disparatadas. Hubo, incluso, quien me pidió rogar a Dios.
            Quizá recé sin fe. Tal vez no suficiente. Sea como fuere, la cosa no era lógica. Tenía que haber alguna explicación.  
            Cuando compré aquellos terrenos, la hacienda tenía todo a su favor. El clima era perfecto: húmedo y fresco en invierno, cálido en verano. Buena tierra y el río cerca. Los informes confirmaron lo evidente: nada había anormal. Al contrario, si la tierra se abonaba, si no faltaba agua ni sol, si estaba descartada cualquier plaga o enfermedad, ¿por qué en esa porción no había frutos?
            Frustrado. Confuso. Picado en mi orgullo. Así me encontraba después de seis años devanándome los sesos.
            Hasta que un día un familiar me habló de Emilio, el Coles.
            «Hace tiempo que no lo veo, pero, vamos, fijo que lo pillas en el bar de Alfonso. Tú pregunta por el Coles y di que vas de parte de Pichino. Si alguien entiende de árboles, es él.»
            Emilio, el Coles, vivía en un pueblecillo muy cercano.
            Allí me presenté al anochecer. Serían cerca de las nueve. El bar de Alfonso estaba de bote de bote. Lo recuerdo porque a esa hora empezaba la final europea. Había un escándalo de miedo. Las miradas se imantaban a una tele gigantesca. A voz en grito, pedí una cerveza (entre el volumen del aparato y el vocerío general, costaba hacerse oír). Al tiempo eché un vistazo a la parroquia congregada, hombres de campo jubilados.
            Pregunté al tal Alfonso por el Coles.
            —¡Ahí lo tiene, en la mesa del fondo, ése del pelo blanco! —y señaló al susodicho con el índice pringoso.
            Me abrí paso entre un marasmo de paisanos.
            Emilio alzó la vista de su plato de caracoles, fijándola en mis ojos. Parecía interrogarme sin palabras. «¿Emilio? Buenas noches. Perdone que le moleste, vengo de parte del Pichino, soy pariente suyo».
            El Coles sonrió. Las miradas se enlazaron sin recelos. «¿Del Pichino? Sepa usted que es un hermano para mí. Siéntese, hombre. ¿Le gustan los caracoles? —y sin esperar respuesta, espetó—: Ande, que le convido. ¡Alfonso, échate otra de moluscos!»  
            Nos tragamos el partido, la prórroga y cuatro raciones.
            Al día siguiente, el viejo apareció en la finca. Conducía un R-6 atiborrado de trastos. Bajó del coche y, mirando a lo alto, apuntó:
            —Calor de mayo, calor del año.  
            El cielo estaba raso, desguarnecido de nubes. Ese año las lluvias se hacían las remolonas.
            Recorrimos la huerta de punta a punta. Emilio observaba todo con avidez de científico, atento a mis palabras. Varias veces se agachó, hurgó en la tierra, escarbó y se llevó un buen puñado a las manos. Otras, las mismas manos resbalaban por los troncos y la ramas. Al fin llegamos al lugar improductivo. Comprimió los ojos con los dedos y repitió la operación. Su mirada inquisitiva parecía atravesar la textura del suelo. Con agilidad impropia de su edad, el Coles se puso en cuclillas. Apuntando a una línea imaginaria del bancal, dijo:
            —Fíjese. Aquí el color es una pizca más oscuro.
            Era cierto. Casi imperceptible pero cierto.
            Después se incorporó y atravesó la zona yerma. Uno a uno, el Coles fue abrazando los perales, arrimando su oído a la corteza de los troncos. Yo lo dejé hacer. No quise entrometerme. «Chaladuras de vejete», pensé. Total, nada tenía que perder.
            Acabada la inspección, Emilio parecía transportado a otro tiempo. Algo rumiaba en su cabeza. Regresamos a la casa a paso lento. Anduvimos un buen rato sin hablar. De pronto paró en seco. Cerró los ojos como si exprimiera la memoria y me hizo esta revelación: 

            —Ya sé porqué sus árboles no dan peras. Estos perales los plantaron hace más de treinta años. Aún siguen asustados. Aquí hubo un incendio terrible. El fuego se detuvo en esta linde.

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