La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

viernes, 14 de abril de 2017

Time lapse, por PEDRO PASTOR SÁNCHEZ


Estuvo revisando una y otra vez el fotograma, sin encontrar explicación a la aparición de aquella mancha blanquecina en un lateral de la imagen. Revisó el equipo varias veces, comprobando que la lente no estuviese dañada. Muchas veces ocurre que un insecto o una brizna pasa por delante de la cámara justo en el momento del disparo. Pero no, esta vez no le encontraba una explicación racional.
La segunda vez que ocurrió, viejos fantasmas de su pasado le visitaron. Esta vez la cámara estaba programada para recorrer toda la cúpula celeste aquella noche, de forma que sobre la gran bóveda titilaban rítmicamente los brazos de la galaxia, ofreciendo un espectáculo estremecedor sólo con pensar la magnitud de las distancias que separaban unas estrellas de otras. Y la luz de algunas de ellas, cruzando el firmamento, llegaba a nosotros cuando su vida se extinguió hacía tiempo. Sin saberlo, somos meros observadores de estrellas muertas, pero seguimos encandilados con el calor y brillo que arrojaron al frío espacio que nos separa de ellas.

Acurrucados sobre una manta, compartiendo la efervescente energía del enamoramiento, observaban como la Vía Láctea les arropaba aquella noche de primavera.
―¿Crees que hay vida allí arriba?― preguntó Noelia mientras sobaba el lóbulo de la oreja izquierda de Eloy.
―No lo sé― le respondió al tiempo que clavaba su pupila en aquellos fascinantes ojos negros―, pero si la hubiera, no creo que las hembras de cualquier especie alienígena fuesen tan guapas como tú. ―Rieron.
―Qué tonto eres. Otra pregunta, y ahora en serio. ¿Y vida después de la muerte?¿Crees que hay algo más allá de la vida que vivimos y conocemos, algo trascendental?
―¿A qué viene eso ahora? ¿Crees que podrías aguantarme eternamente?― Rieron ambos de nuevo.
―No sé, a veces pienso que el tiempo que pasamos aquí es sólo una fracción de nuestra existencia. Ignoro si el espacio es infinito, o si el universo tiende a expandirse, como dicen, pero, ¿y el tiempo?¿Y si pudiéramos vivir muchas vidas?¿Y si pudiéramos acordarnos de lo que fuimos en otra vida?
―Creo que has bebido demasiado vino―le respondió Eloy haciendo un gesto con su dedo alrededor de la sien.
―¡Tonto!―le dijo enseñándole la lengua.―Estoy hablando en serio.
―¿De verdad? Qué novedad ― y le guiñó un ojo cómplice.―Mira, no sé qué pasará mañana, por lo que me resulta muy difícil contestar a la pregunta que planteas. Pero no eres la primera que se pregunta algo así. La mujer de Houdini, el mago, ya sabes, el escapista, acordó con su marido un código, por si fallecía antes que él, de forma que pudiera decirle qué es lo había “al otro lado”. En aquella época, había mucho farsante que intentaba aprovecharse de la gente, ¿sabes?, y les contaban milongas a costa del supuesto contacto con sus difuntos.
―No sabía eso. Y, ¿qué ocurrió?―le inquirió con avidez.
―Pues a ciencia cierta, nadie lo sabe. El pobre Harry, que en realidad era un total incrédulo de estos temas, se pasó años contratando a las mejores mediums y haciendo todo tipo de sesiones de espiritismo para contactar con su amada Bess. Dicen que nunca lo consiguió, pero…
―¿Pero qué? Finalmente lo hizo, ¿verdad?¿Qué le contó sobre el más allá?
―No te hagas ilusiones, cariño. Nadie ha vuelto para contarlo, tal vez porque una vez que se agota nuestro tiempo, ya nunca más seremos lo que una vez fuimos. Conformate con vivir una larga y alegre vida a mi lado, prometo hacerte reir todos los días.
―Lo has prometido, si algún día no me haces reir, te mato, y no hace falta que vuelvas del otro lado― y volvieron a reír a carcajadas.

Eloy era un auténtico especialista en comprimir el tiempo. En su profesión había llegado a lo más alto. Aquel documental que rodó en el Amazonas sobre cómo una araña tejía de forma concienzuda una enorme y bellísima telaraña, trampa mortal para sus presas, le valió más de un prestigioso premio. En apenas un par de minutos condensó aquella titánica tarea que le costó a su laboriosa constructora casi una jornada entera colgada por tan finísima hebra. Cientos de fotografías, una tras otra, con una cadencia definida entre ellas, obraron el milagro de ver en acción al arácnido. Aquella técnica la denominaban “time lapse”. Con ella, Eloy había descubierto al gran público muchas de las maravillas de la naturaleza. El crecimiento de las plantas, la eclosión de una mariposa tras el estado larvario, el flujo continuo de las mareas en la costa. Nuestra medida del tiempo, a escala humana, no servía para observar la evolución vital de otros habitantes del planeta.
En este su último proyecto, como en otros anteriores, había contado con la colaboración de su amiga y colega Miriam, que a la sazón, ponía música de fondo a sus reportajes. Tras compartir con ella las imágenes, un comentario suyo le llamó la atención. “¿Desde cuándo las abejas saben escribir?”, le dijo en tono jocoso por teléfono. El documental estaba basado en cuatro tomas de una colmena. Durante cada uno de esos cuatro días, la cámara fotografió, inexorable, un panal de los que componían una misma colmena, a fin de mostrar cómo las abejas organizaban su trabajo, creando perfectas celdas hexagonales en las que alojaban, de forma preestablecida, los huevos que desarrollarían las larvas y pupas de las futuras abejas, por un lado, y las oquedades rellenas de miel, por otro lado, que servirían para darles sustento en su proceso madurativo.
Pasando las imágenes a la velocidad habitual de reproducción, se observaba el frenesí de las obreras por culminar su trabajo lo antes posible. Agitando su abdomen de un lado a otro, se comunicaban con sus congéneres para indicar la dirección y proximidad de algún campo con polen que recolectar, o bien la siguiente celda a trabajar para conformar el complicado rompecabezas. El comentario de su compañera le hizo prestar especial atención. Con el dedo índice sobre el botón de pausa, tras una tercera visualización de la cuarta toma, vio con claridad cómo, durante unos segundos en pantalla, pero un periodo mucho más largo en la realidad, las celdas rellenas con miel, las más claras, dibujaban una casi perfecta “Y” en el monitor.
¿Casualidad? Sin duda hubiese sido la respuesta más normal, una simple pareidolia, encontrar un símbolo conocido en el aparente caos de un enjambre. Pero cuando, con el mismo ojo analítico, descubrió que en la primera toma, la imagen persistente de una letra “E” ocupaba una parte de la secuencia, no le quedó más remedio que buscar otras letras en el resto del material. Y las encontró. Estaba convencido de que algo peculiar había pasado en esa filmación.
“ELOY”. Esa fue la secuencia de letras. Para volverse loco. Obviamente, aparte del comentario hilarante con su compañera, no compartió este asunto con nadie más. Era absurdo pensar que una colmena tomara conciencia humana para deletrear un nombre, y mucho menos el suyo. ¿Era víctima de una apofenia? De hecho, comentó con la productora que tendría que repetir el trabajo pues el equipo no estaba correctamente calibrado. Nadie más vio las imágenes.
Ya habían pasado cuatro años desde que Noelia le dejó. En su cabeza, todavía resonaban sus palabras de despedida, calmadas, pese a ser pronunciadas mientras su avión se precipitaba al océano: “Te quiero, Eloy, no me olvides”. Su recuerdo le desgarraba las entrañas. Cada segundo, desde entonces, era un eterno suplicio por la ausencia. Hasta que esa idea se instaló en su cabeza. ¿Y si había encontrado la forma de comunicarse? ¿Y si aquella idea juvenil era capaz de romper la barrera del tiempo y del espacio? Desde entonces, buscó el espíritu de Noelia allí donde apuntase con su cámara.
Una y otra vez, el obturador se abría para tomar una instantánea, un momento único e irrepetible, bien fuese para grabar una miríada de diminutas personas cruzando por oleadas en un concurrido cruce de calles en Tokio, o decenas de barcos de distintos calados atracando y zarpando de un puerto deportivo un día de verano, o un campo entero de girasoles girando al compás del dios Helios. En todas y cada uno de estas secuencias, Eloy buscaba, y a veces creía encontrar, un patrón irracional, e imperceptible para el resto, que transformaba el caótico movimiento humano en una vocal, la disposición de los mástiles de desconocidos veleros en una consonante, la proyección de flores sobre tallos en algo más que un simple juego de luces y sombras.
Aparte de los encargos, en su tiempo libre también se dedicó a fotografiar aquellos lugares icónicos donde vivió con Noelia momentos especiales, como la playa donde se conocieron durante una puesta de sol, el cerro donde compartieron su común pasión por la astronomía, o el jardín de su casa en la sierra, donde el propio Eloy posó inmóvil durante horas, esperando una señal más tangible, un susurro, una esperanza.
Tras meses de dedicación, creyó haber obtenido el esperado mensaje del más allá. “Eloy, busca a Leire”. Ese día lo recuerda como uno de los más tristes de su vida, no dejaba de llorar pensando en lo que una vez pudo ser una vida plena y feliz al lado de su mujer y la hija que nunca tuvieron. Sólo era un proyecto vital, a medio plazo, cuando su vida profesional les diese un respiro para formar una familia. Pero tenía un nombre: Leire.
Miriam trató de consolar a su amigo mientras éste se desmoronaba en sus brazos. La búsqueda de aquella quimera le había sumido en un estado de desesperación tal que, hasta que no pronunció aquel nombre, Leire, no supo cómo ayudarle. Le dio el teléfono de una conocida suya, Mercedes, que se dedicaba a trámites de adopción. Ella le pondría en antecedentes, no tenía que preocuparse de nada, pero le convenció para que visitara uno de los centros de acogida.
Aquella tarde, acompañó a Eloy. Mercedes se presentó y mantuvieron una cálida conversación durante unos minutos.
Miriam me ha contado tu situación, y tal vez pueda ayudarte. Yo tampoco creía en las casualidades, pero trabajando con estos niños con dificultades he visto tantos casos peculiares, que uno ya duda de lo que es racional y lo es simplemente un milagro, por llamarlo de alguna forma.
Salió de la sala, y cuando volvió lo hizo con una niña en brazos. Era tímida, y en un primer momento no quiso mostrar sus rostro. La sentó en su regazo, mirando hacia el visitante.
Mira quien ha venido a verte le dijo con la típica entonación con la que algunos se dirigen a los niños.
Lentamente giró su pequeña cabecita. Cuando Eloy se vio reflejado en aquellos enormes ojos negros, su corazón se desbocó. Aquella mirada algo perdida, aquellos rasgos peculiares, delataban la enfermedad que sin duda atemorizó a sus padres, hasta el punto de desprenderse de la criatura. La niña esbozó una sonrisa arrebatadora, y estiró sus bracitos hacia Eloy, tal era su necesidad de cariño que lo buscaba hasta en un desconocido. Sentada sobre sus rodillas, sin dejar de sonreír ni un sólo instante, levantó su mano para asir la oreja de Eloy.
Tiene cuatro años, pero a nivel de desarrollo cognitivo, es como si tuviera sólo dos― le indicó Mercedes.
Hola ¿Cómo te llamas?le interpeló Eloy estupefacto. Había algo en esa niña que le resultaba tan familiar que no podía ni explicarlo.
Leire.
Ya tenía la respuesta que había estado buscando. Su contador temporal se puso de nuevo a cero. Su segunda vida la pasaría al lado de Leire.



























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